Cada día veo a un niño que va solo de su casa al colegio. Luego, al mediodía, vuelvo a cruzármelo cuando vuelve a su casa. Mis hijos lo conocen y sé algunas cosas de él. Su madre le deja la comida preparada y el niño come solo en su casa. Después vuelve al cole, y cuando regresa por la tarde a casa, se pasa solo un par de horas más, viendo la televisión o chateando en Tuenti o hablando por el móvil, hasta que sus padres vuelven del trabajo. Ni su madre ni su padre saben que el niño está en Tuenti, y es probable que ni siquiera se les haya ocurrido preguntarse qué hace su hijo durante todo ese tiempo. Y eso que el niño tiene fama de irritable y de problemático. Siempre está distraído, se duerme en clase y saca malas notas. En los partidos de fútbol se le escapan las patadas y los insultos. Su tutor ha hablado dos o tres veces con sus padres, pero no ha servido de nada. Ellos están convencidos de que su hijo es "completamente normal".

Y quizá lo sea, si es que sirve de algo aplicarle a alguien el calificativo de "normal". Desde luego, este niño tiene una familia, cierto desahogo económico y un piso en un barrio próspero. Su colegio tiene comedor –aunque él no lo use-, además de buenas instalaciones deportivas y profesores competentes. En términos de confort y de bienestar social, a este niño no le falta nada. Incluso puede considerarse un privilegiado en muchos sentidos. Que se sepa, sus padres no son alcohólicos ni están en el paro ni padecen ninguna situación grave. No parece que se peleen a todas horas, ni que se amenacen, ni que se culpen de sus frustraciones personales, como les pasaba a John Cheever y a su familia, tal como el escritor contó en sus "Diarios".

A primera vista, la familia de John Cheever –padre, madre y cuatro hijos- era cualquier cosa menos "normal", así que los "Diarios" pueden leerse como la calamitosa historia de una familia desquiciada. Marido y mujer se odiaban, se recriminaban sus fracasos y se hacían la vida imposible, hasta el punto de que el marido espiaba a su mujer para evitar que le echase veneno en la comida. Cheever, además, era alcohólico. Y para empeorar las cosas, era bisexual y mantenía relaciones más o menos clandestinas con hombres y mujeres, a veces de forma sórdida en un parque o en un urinario, otras veces de forma relativamente respetable en un hotel. La mujer lo sabía, o al menos intuía lo que pasaba, aunque prefería fingir que no sabía nada. Cheever se culpaba por sus aventuras y cada domingo corría a comulgar en la misa dominical. Pero la vida con su mujer era un infierno. Un día le dijo: "Si no tienes un amante, es que eres una idiota. Pero si te pillo con uno, te estrangularé". Es probable que Cheever estuviera borracho como una cuba, pero hablaba en serio.

Las relaciones con los hijos también fueron un suplicio. Cheever se avergonzaba de lo que consideraba las debilidades y las taras de sus hijos (tres varones y una chica), y a menudo los culpaba de sus frustraciones sexuales, de los libros que no avanzaban o de las historias amorosas a las que había tenido que renunciar. Cuando uno de sus hijos se separó de su mujer y volvió a vivir con sus padres, Cheever apuntó esta escena de aterradora desdicha doméstica: "Mi hijo está aquí. Me parece que no nos conocemos; me parece que nuestro destino es no conocernos jamás. En broma le indico que no limpia el retrete. Responde que ronco".

Por lo que sabemos, una de las hijas de Cheever acabó alcohólica, y dos hijos varones arrastraron largas historias de fracasos matrimoniales. Pero en los diarios que el padre escribe en las pausas del trabajo, anotando la vida de cada día, con sus paseos por el campo y las excursiones en barco y sus miedos al veneno que su mujer podía echarle en la comida, resplandece una extraña sensación de luminosidad. El padre lleva a sus hijos a patinar en un estanque helado, o les ayuda a barrer las hojas del jardín. Y luego los baña, les cuenta cuentos, les da el desayuno y les prepara la cena. Puede que ese hombre esté atrapado por la lujuria o por el rencor, puede que se desprecie por estar haciendo lo que hace, pero él sigue en su puesto. Los domingos va a misa, pasea con sus hijos y los lleva a ver un partido de béisbol. Puede que haya rabia entre ellos, pero también hay protección y hay compañía y hay afecto. Si uno pudiera elegir su infancia, yo elegiría sin duda la de los hijos de John Cheever, en vez de la del niño que veo a diario camino del colegio.