El Papa Ratzinger, y con él la Iglesia Católica, abrumado por el chorro de denuncias de abusos a menores en centros católicos por parte de sacerdotes, afirma: "no me intimidarán las habladurías", señal inequívoca de que se siente intimidado por algo sustancialmente más consistente que habladurías; también dice: "Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra". Benedicto XVI ha recurrido a la cita evangélica para quitar lastre a un asunto que al Vaticano se le está yendo rápidamente de las manos. La mención del Evangelio se le puede volver en contra al Papa, porque cualquiera puede recordarle otra sentencia de Jesús, contundente y explícita: "Ay de quien escandalizare a uno de estos pequeñuelos; más le valdría atarse una piedra de molino al cuello y arrojarse al mar". La jerarquía católica muchas veces y por mucho tiempo no ha hecho el menor caso a quien considera su creador, sino que ha optado por el silencio y, eso sí, por no arrojar la primera piedra. No ha condenado a los suyos, casi los ha disculpado al darles cobijo y protegerlos del escándalo. La Iglesia Católica ha seguido a rajatabla el principio de "a los míos con razón o sin ella". El resultado es dramático: un escándalo que emerge incontenible ante la impotencia de Benedicto XVI, también concernido por la despreciable ley del silencio que ha imperado hasta hoy.

No dudo que el Papa está conmovido por lo que se va sabiendo, pero de sus actuaciones se puede percibir una sospecha inquietante: ¿no estarán las autoridades vaticanas intentando que el escándalo se diluya porque temen por su Iglesia? Es decir: ¿no anteponen los intereses de la Iglesia Católica por encima de los de los agraviados? Lo digo nítidamente: la sospecha creciente es que para los jefes de la Iglesia ésta se ha convertido en un fin en sí misma, quedando relegado a una posición subordinada lo esencial: el contenido de los Evangelios. Está sospecha es letal en nuestro tiempo, ya que difícilmente una organización como la que está centralizada en el Vaticano, se puede sustraer a la sanción de la gente. Por más de un milenio la Iglesia ha podido capear todo lo que le ha caído, al haber hecho del secreto y del misterio su mejor escudo. Hoy, ya no es posible. Los últimos papas, en especial Juan Pablo II, así lo entendieron. Sucede que lo que sirve para adoctrinar también, llegado el caso, deja de hacerlo y aniquila. Estar expuesto al mundo, y es la situación en la que ahora se encuentra la Iglesia Católica, tiene el enorme peligro de que el sepulcro blanqueado, otra cita del crucificado, es observado por la mayoría. Los legionarios de Cristo son un ejemplo: han tenido que repudiar públicamente a su fundador, el sacerdote mejicano Maciel, pederasta reconocido y padre de casi una familia numerosa, al que sorprendentemente en el Vaticano únicamente condenaron a un discreto silencio, después de haber gozado de la estima del antecesor de Ratzinger, pese a las reiteradas denuncias que llegaban a la curia, sistemáticamente desechadas.

El cardenal Martini, que pudo haber sido Papa cuando salió Ratzinger, es de los pocos que habla sin temor de los males que están cuarteando a la Iglesia. El cardenal, ya retirado, ha sido la esperanza de los que siempre han deseado una Iglesia Católica nueva, distinta a la que tenemos, abierta, un poco menos obsesionada por prohibirlo casi todo, empezando por el sexo, aunque no repare en lo que acontece en su seno. Está en absoluta minoría. Lo que hay es una Iglesia dirigida por Benedicto XVI, un intelectual de categoría; a lo que se ve incapaz, a sus casi 83 años, de cambiar casi nada. Tal vez, si el Papa mirara hacia atrás y observara al ya lejano adolescente Ratzinger, forzado contra su voluntad a alistarse en las Juventudes Hitlerianas, entendería la urgencia de que se abran de par en par las ventanas para que entre, con las fuerza necesaria, el aire fresco que cinco décadas antes demandaba un magnífico predecesor del Papa Benedicto: Angelo Roncalli, el breve pero gran Papa del siglo XX, Juan XXIII.