Estos días pasados, hablando de ciudades, olvidé un nombre que descubrí hace más de veinte años: Olivier Rolin. Recuerdo una novela suya –la primera que leí– que transcurría entre Lisboa, Alejandría, Buenos Aires, Praga y Trieste, un mapa envidiable. Sus protagonistas eran un escritor que, como una especie de Pessoa, era varios escritores y una mujer que era todas las mujeres, algo más habitual. Recuerdo la niebla, el agua y un sórdido viaje por Egipto. Recuerdo también un drama amoroso bajo la música de Schubert. Poco tiempo después, leí un libro suyo sobre ciudades, donde aparecían las cinco mencionadas más arriba y les añadía San Petersburgo –entonces aún Leningrado– y Valparaíso. Cuando, hace poco, un terremoto hizo estremecer Valparaíso, no pensé en la casa de Neruda, o en los colores de sus fachadas, o en sus cuestas empinadas sobre el mar; pensé en el libro de Olivier Rolin. En 2001, logré que ese libro que tanto me había gustado –Siete ciudades– se editara en España. Lo editó Península –donde yo publicaba entonces– en su colección Altaïr/Viajes.

Pero antes ya había leido la que para mí es su mejor novela: Port-Sudan, o el réquiem de la generación de jóvenes sesentayochistas que creyeron en la revolución y acabaron engullidos por la vida. Por una vida que no supieron vivir, refugiándose después en una diáspora tanto geográfica como mental. Recuerdo a su protagonista, capitán de puerto en Port-Sudan, y la búsqueda en la memoria de su mejor amigo, suicida en París. Recuerdo esa novela como una de las mejores novelas francesas de finales del XX –sin olvidar a Michon, Modiano y Quignard– y un texto que en cierto modo –lo pienso ahora– debió influir en mi novela El mensajero de Argel. Luego vinieron Meroé y Tigre de Papel y un libro, lúcido y curioso –muy francés– sobre escritores. Ese libro –Paisajes originarios– cerraba un círculo: al leerlo tuve la impresión de que Rolin trataba a Nabokov, Kawabata, Michaux, Hemingway y Borges, como años atrás había tratado sus siete ciudades. Literatura y ciudad: en eso estamos.

Desde entonces Olivier Rolin ocupa en mi biblioteca un lugar favorito entre mis contemporáneos y me llamó la atención, al comprar en 2004 su penúltima novela –Suite à l´Hotel Crystal–, leer que en la solapa, además de su fecha y lugar de nacimiento (Boulogne-Billancourt, 1947) había añadido la de su muerte: Bakou (o sea, Bakú), 2009. En esa novela, Rolin se inventaba encuentros fantasmagóricos en hoteles reales e imaginarios de todo el mundo, escritos por distintos personajes que poseían la misma voz. Eso recuerdo ahora. Pero de aquel libro lo que más seguía llamando mi atención era esa fecha de predicción de muerte del propio autor: 2009.

En 2009 Olivier Rolin no sólo no murió sino que nos conocimos personalmente. Pero entonces no hablamos de eso. Fue en Beirut, a finales de noviembre, en un maravilloso viaje que he de contar algún día. Lo conocí donde debía hacerlo: en el hotel de una ciudad de Oriente –al girar la calle había una tanqueta estacionada bajo un anuncio de Jimmy Choo y por las noches cantaba un grillo– y en un encuentro de escritores cuyo asunto a tratar eran las ciudades. Beirut, ciudades, literatura... Cuando le escuché decir en la universidad: "Al oír la palabra raíces, pienso que están hablando de legumbres, no de mí, desde luego", me reí y supe que no sólo congeniaríamos literariamente. Aquel día comimos juntos y hablamos de escritores y ciudades. Yo mencioné a propósito El orientalista, de Tom Reiss, cuyo retrato de Bakú es fascinante –todo el libro es fascinante–, pero Olivier Rolin ni pestañeó. Como si no lo conociera y estoy seguro de que lo había leído. Como si Bakú no fuera su próximo destino, su imaginaria cita con la muerte. Al cabo de unos días, acabado el congreso, abandonamos Beirut, sin abandonarla ya nunca, porque quien ha estado en esa ciudad es cautivo de ella para siempre. "Yo no he regresado nunca a Beirut –me dijo una tarde Pérez-Reverte–; representó tanto en mi vida, que me da miedo volver".

Hace un par de semanas se publicó en Le Monde el anuncio de un nuevo libro de Rolin. Se titula Bakou, derniers jours y en él se ve una fotografía del propio Rolin con barba blanca y descuidada, la chaqueta arrugada y un aspecto bastante desmejorado. Como si hubiera visto una aparición y ya no pudiera ser nunca más el mismo. He respirado aliviado al leer que era "una mezcla de novela, viaje y ensoñación, de juego e invención, de desafío y reflexión sobre la creación literaria". En fin, como su título, como su propia fotografía. "Es la vida la que copia a la escritura –ha dicho alguna vez–, no la escritura la que imita la vida". Yo no estoy tan seguro.