La grandeza de un escritor estriba en elevar el ámbito personal a magnitudes universales. William Faulkner, probablemente el escritor con más capacidad de fabulación del pasado siglo, extendió el territorio plano de su infancia –los alrededores de Oxford, Mississippi, en el Deep South americano– a la aldea global, y el ficticio condado de Yoknapatawpha fue en sus manos el escenario de todo el orbe.

No es exagerado decir que Miguel Delibes hizo lo propio con Castilla La Vieja, con el ámbito rural que fue su mundo, con el contraste suave y casi sin solución de continuidad entre las urbes castellanas –su amado Valladolid– y la gleba hospitalaria que fue residencia de sus mejores personajes, sede de su afición cinegética –la caza en mano, con perro, tras la recia perdiz roja ya casi en extinción– y paisaje decadente de una realidad entrañada que, en su propia concreción, es quizá el hálito más expresivo del ser de este país.

Delibes, el genio de Castilla, el autor de ese retrato en sepia del alfoz severo y estepario de Las ratas, El camino o Los santos inocentes, que acaba de poner el colofón definitivo a su existencia, ha sido ante todo un ser fecundo. Padre de una prole numerosa, marcado por la muerte de su mujer en 1974 –Ángeles de Castro tenía cincuenta años al marcharse–, nos deja una vasta obra y un reguero de afectos y simpatías. Recogió a cambio numerosos homenajes y distinciones –todas las posibles, salvo el Nobel, que le fue injustamente regateado– pero al contrario de lo que es usual, los premios le llegaron con la naturalidad de lo que resulta incuestionable, sin que los envidiosos tuvieran asidero al que agarrarse. La bonhomía y la maestría de Delibes, la hondura de su estilo impecable, la solidez de su obra lo llevaron espontáneamente a la Academia –que frecuentó poco, por el horror que le producía viajar a Madrid– y al reconocimiento de los principales galardones: el Premio Nacional de las Letras, el Cervantes…

Como es bien conocido, Delibes llegó a la literatura por los meandros del periodismo, una trayectoria que imprime carácter y facilita el encuentro del realismo descriptivo con el aliento poético. El Norte de Castilla, que llegó a dirigir entre 1958 y 1963, formó con él una simbiosis decisiva en su desarrollo intelectual, en una etapa de su vida influida por la amistad de otros colegas insignes. Francisco Umbral y Manuel Leguineche formaron parte de aquella hornada de genialidad creativa que irradió desde Valladolid a una España que todavía olía a escasez y a posguerra. El Premio Nadal, que obtuvo en 1948 con La sombra del ciprés es alargada, le abrió las puertas de la crítica y le animó a seguir aquella senda, en que el público se le entregó enseguida. Su carrera literaria constó de una cincuentena de volúmenes con numerosos hitos extraordinarios. Y su gran obra de madurez, El hereje, apareció en 1998 (fue Premio Nacional de Literatura) y clausuró una biografía literaria sin parangón. Para muchos, la pluma ayer extinguida ha sido, con las de Cela y Torrente Ballester, el más genuino compendio agridulce de una larga etapa de España que, aterida tras la guerra civil, padeció la interminable dictadura y resurgió pletórica en la conquista gozosa de las libertades.