En cierta ocasión tuve que asistir en Manila a un encuentro con el alcalde de la ciudad. Era un hombre apuesto que se hacía llamar "Lito" Atienza, a pesar de que ya tenía 65 años y su nombre oficial era José Livioko Atienza. Su padre había sido un alto funcionario del gobierno filipino (y luego me enteré de que él mismo tenía un hijo que también era alto funcionario del gobierno). Lito Atienza llevaba una especie de guayabera de inmaculado lino blanco (el "barong tagalog" que llevan los filipinos en las ocasiones más o menos solemnes), con un escudo de las Filipinas en la solapa. Frente al monumento al héroe Rizal, con un calor de mil demonios, nos alineamos y esperamos que el alcalde nos fuera dando la mano. Cuando me llegó el turno, Lito Atienza me guiñó un ojo de una forma muy parecida a como un alcahuete me lo había guiñado la noche anterior, al mismo tiempo que me ofrecía una chica, o un chico y una chica, o dos chicos y dos chicas. Pero Lito Atienza no me ofreció ni un chico ni una chica, sino que me preguntó si conocía la tienda "68", que estaba en la parte vieja de Manila.

-No, señor alcalde.

-Pues vaya de mi parte y le harán un descuento. Y no olvide que allí encontrará todo lo que busca.

Filipinas tiene uno de los mayores índices de corrupción del mundo, equiparable a los de Camerún, Irán o Yemen. Supongo que Lito Atienza ha contribuido en la medida de sus posibilidades –que no deben de ser escasas– a alcanzar ese puesto, pero me gustó que no disimulara, ni siquiera ante una delegación de españoles más o menos quisquillosos. En vez de soltarnos las habituales monsergas sobre la solidaridad y la multiculturalidad, sonrió como un alcahuete y me recomendó una tienda en la que encontraría todo lo que buscaba. Esto último me conmovió. ¿Cómo diablos podía saber lo que yo buscaba? Pero a él le daba igual. Fuera lo que fuese, él sabía dónde estaba.

Desde aquel día soy un admirador de Lito Atienza. Aquel hombre llevaba la corrupción grabada en el rostro –aquella sonrisa de alcahuete, aquella cariñosa palmada en el hombro al despedirse–, pero no la escondía, sino que la exhibía con el mismo orgullo con que llevaba su inmaculado "barong tagalog". Y eso es lo que diferencia a Lito Atienza de nuestros aburridos políticos, que se vuelven majaretas –a menudo en el sentido literal del término– por hacernos creer que saben encontrar lo que buscamos, cuando todos sabemos que les importa un pimiento lo que buscamos, si es que buscamos algo. Lito Atienza al menos podía recomendar esa misteriosa tienda llamada "68". Nuestros políticos tienen que conformarse con las frases ampulosas de sintaxis patizamba. Y puestos a elegir, prefiero el descaro al disimulo, la obscenidad a la hipocresía. Si me engañan, al menos que sea con una sonrisa de alcahuete.

Lo que me molesta de nuestros políticos –y hablo sobre todo de Mallorca– es que pretendan hacerse pasar por personas de una gran altura moral, cuando lo que asoma en su rostro es sólo la extraordinaria fealdad que surge de la codicia y la mentira y la deslealtad. Hagan la prueba y pregúntense por qué son tan feos nuestros políticos (quizá con la excepción de Aina Calvo, que parece la protagonista de una película de Éric Rohmer). ¿Por qué sólo vemos rostros torvos, o bovinos, o mezquinos, o contaminados por el disimulo y la avaricia y la adulación?

Recuerdo el Parlament de los años 60, cuando era el Círculo Mallorquín. Mi abuelo me llevaba a la biblioteca, donde me señalaba a un señor que dormía la siesta: "¡Shhh! Es don Lorenzo Villalonga". A veces me escapaba de la biblioteca y me internaba por las salas enormes en las que había docenas de mesas cubiertas de tapetes verdes. En Palma no había fortunas suficientes para llenar aquellas mesas de juego, pero allí estaban las mesas, esperando a los jugadores que nunca llegaban. El Círculo Mallorquín no servía para nada, y todos lo sabíamos, aunque fingíamos que era una institución imprescindible para la existencia de Mallorca, como si allí estuviera el banco en el que se guardaban los ahorros de todos los ciudadanos y la catedral a la que acudíamos a rezar cuando se declaraba una epidemia de cólera. Ahora ya no queda nada del Círculo Mallorquín y su lugar lo ocupa el Parlament de nuestra comunidad, pero tengo la impresión de que su utilidad es muy parecida a la de aquella bendita institución en la que don Lorenzo Villalonga, shhh, dormía la siesta.