En los años sesenta la editorial Bruguera popularizó entre los chavales Historias selección, un masticado y regurgitado de novelas clásicas de aventuras con dos niveles de facilidad: un texto adaptado para que fuera más corto, más sencillo y peor, y, cada cuatro páginas, una plancha de historieta que resumía todavía más el relato porque se podía leer independientemente del texto. En los setenta todavía mejoró la "lectura basura" con Joyas literarias juveniles, unos tebeos en los que los escribidores de la casa embutían en 30 páginas lo mismo a Salgari que a Dickens, igual El cazador de la pradera de Karl May que Los miserables de Víctor Hugo, una novelita que un tocho, fuera cual fuera su densidad narrativa o estilística. Fuagrás de lectura para bocadillo de lo mismo.

La editorial malpagó el trabajo (siguiendo su política salarial) a su más mediocre generación de dibujantes, a sus artesanos de toda la vida y a alguna excepción a la que las condiciones de trabajo y publicación no dejaron ser notable porque a la rotulación mecánica de los textos añadían un color industrial aplicado por un daltónico que tachaba los dibujos. Bonitos tebeos llenos de humanos verdes y morados como marcianos y penitentes. Aquellas historietas se hicieron sobre el desprecio a dos medios –la literatura y los cómics– en un potaje de prejuicios contra las lecturas juveniles en los sectores religiosos; contra la lectura en general, heredada del secular analfabetismo; contra las lecturas inadecuadas según la muy activa pedagogía y con un toque de cacao gubernamental enunciado en "donde hay un tebeo habrá un libro". Aquellos tebeos que recogían joyas literarias juveniles para dar bisutería tebeística para ninguna edad, lectura de grasa industrial envuelta en prejuicios, vuelven por enésima vez llamando desde el kiosco a la nostalgia y a la perpetuación de lo perpetrado.