La película de Mike Nichols y la canción de Simon & Garfunkel son con toda probabilidad los mejores envoltorios del regalo navideño de esa historia de gerontología, adulterio y corrupción con el que la señora Robinson de verdad, la mujer del primer ministro del Ulster, ha pasado a la historia. El mayor énfasis informativo se ha puesto de entrada, como corresponde a nuestro bien merecido título de país excelso en materia de chismes y tendencias misóginas, en la diferencia de edad que hay entre la señora Robinson y su amante, ex-amante o lo que sea, McKambley. Si hubiese sido, como suele suceder, al revés –anciano con señorita adolescente–, poco revuelo se habría armado porque los seres humanos con cromosoma Y, además de un gen defectivo que nos hace enloquecer con imaginarias proezas sexuales cuando la edad nos las niega, tenemos bula social a la hora de formar parejas patéticas.

La condición política de la señora Robinson de veras ha permitido que la noticia salga del enclave de la prensa del hígado para instalarse en los editoriales, dada la sospecha de que en la historia de sus escarceos extramatrimoniales se esconde otro caso de corruptelas y presiones. Como consecuencia, su muy tolerante marido se ha visto abocado no a la dimisión, que tampoco parece existir esa idea en el Ulster, pero al menos al abandono temporal de su cargo. Sin embargo, la verdadera magnitud del escándalo va más allá de los adulterios y los tráficos de influencias, tal y como algunos comentaristas, al estilo de Matías Vallés, han apuntado ya. Se instala en la órbita del fundamentalismo religioso.

La señora Robinson, en su doble actividad de diputada y creyente, ha sido una notoria defensora de la unión entre Iglesia y Estado hasta el punto de sostener la necesidad de un compromiso gubernamental para aplicar la ley de Dios. Se trata del dios cristiano y, a mayor abundamiento, protestante en su rama más radical. Pues bien, por decir eso mismo pero respecto de otro dios, Alá, no pocos musulmanes han sido satanizados bajo la acusación de fundamentalismo. Poco importa, a mi entender, que las leyes divinas sean algo más relajadas en los excesos creyentes cristianos que en sus paralelos musulmanes. De lo que se está hablando es del uso del cargo y las influencias políticas, más allá de la vida privada, para imponer a la ciudadanía la necesidad de someterse a los dictados religiosos de un grupo en particular.

La furia de la señora Robinson contra los homosexuales, a los que calificó de abominables que merecen, según se desprende sus palabras, el ser apaleados, no parece que se aplicase a las leyes divinas del fundamentalismo cristiano respecto del adulterio. Pero es ése un detalle también menor; se limita a indicar que la naturaleza humana permite —y aun alienta— tales contradicciones. La razón por la que deberían ser apartados de la política en activo la señora Robinson y sus correligionarios no es la de que no sigan sus propias reglas. Lo que asusta es que nos las quieran imponer a los demás.