No puede extrañar la periódica recurrencia de los problemas con nuestro vecino del Sur, una arcaica monarquía dualista y autoritaria en que el jefe del Estado hereditario comparte con su pueblo la soberanía y con sus instituciones, el poder legislativo y ejecutivo. En estos casos asimétricos, la relación fluida entre la democracia (España) y la dictadura (Marruecos) es imposible si no se apela al pragmatismo. Una actitud que Rodríguez Zapatero llama ahora eufemísticamente defensa del "interés general" y que ha sido particularmente difícil de mantener en la embarazosa cuestión del Sáhara Occidental. A este respecto, la diplomacia española está intentando, con suerte variable, lo que en principio parecería imposible: mantener al tiempo buenas relaciones con Argelia –país del que dependemos energéticamente–, con Marruecos –que es nuestro patio trasero– y con el Polisario. Obviamente, no siempre es posible evitar que salten chispas y hasta que se produzca algún incendio.

El caso de Haminetu Haidar es, simplemente, una trampa que una activista del independentismo saharaui ha tendido a los dos países que han de gestionar el conflicto, España y Marruecos. Como se sabe, esta ciudadana violó su propio pasaporte tachando la nacionalidad "marroquí" y escribiendo en su lugar la "sahararui"; expulsada de El Aaiun por el régimen de Rabat, que considera dicho gesto poco menos que una blasfemia antipatriótica, ingresó en España, donde dispone de residencia y ha recibido toda clase de ofertas y facilidades, en concreto el asilo político y hasta la concesión instantánea de la nacionalidad española. Nada le ha parecido bien, sino tan sólo su readmisión en El Aaiun, algo que obviamente no está en manos del Estado español, que ha tratado de convencer a Marruecos, sin éxito (sería descabellado involucrar al Rey en este contencioso porque nuestra monarquía sí es democrática y no debemos inducir confusiones). Si se ve la situación como es realmente, será imposible no asombrarse ante las manifestaciones de Haidar: "España es incapaz de resolver la situación que ha creado conmigo. Es cómplice de Marruecos y ambos quieren empujarme hacia la muerte". Ni España ha creado situación alguna –pocas veces fue más expresivo el símil de la "patata caliente"–, ni acaba de verse que haya algo más que argumentos humanitarios en este embarazoso asunto.

Se podrá estar o no de acuerdo o en desacuerdo con la deriva del Sáhara Occidental , pero el aplauso o la crítica deben ser globales por pura coherencia con la posición adoptada. Y en todo caso, si se considera aceptable mantener relaciones intensas y amigables con Rabat en tanto la cuestión saharaui permanezca en su actual situación, carece de sentido mudar de posición por el hecho de que una persona en concreto padezca en carne propia el desentendimiento, que también afecta como es sabido a las decenas de miles de refugiados de Tinduf.

Todo esto es conocido por la opinión pública, que, aunque es mayoritariamente favorable al pueblo saharaui, sabe detectar perfectamente la complejidad de una relación bilateral de la que dependen, además de la pesca en los caladeros marroquíes, el emergente mercado marroquí, en el que están instaladas además centenares de empresas españolas intensivas en mano de obra, y, a otro nivel más abstracto pero mucho más relevante, la paz en el Mediterráneo occidental.