La transparencia es una trampa, un arma de doble filo. Exigimos a los políticos transparencia, pues el ciudadano tiene derecho a saber qué clase de sujetos nos gobierna. En principio, el término transparencia parece un concepto cargado de bondad y buenas intenciones. Sin embargo, estamos asistiendo al apogeo de la transparencia, es decir, de la vigilancia y el control. Adiós, pues, a las zonas secretas y a la penumbra. La exigencia de transparencia llevada hasta sus últimas consecuencias es un abuso de poder, una violación de lo privado en toda regla. Pero, ¿existe lo privado? Más bien parece un ámbito en vías de extinción. Lo público y lo privado se solapan cada vez más. Los límites se borran para dar paso a una nueva –o no tan nueva– situación. Hay que revisar esos conceptos, como también hay que resituar valores como la amistad. Desde Facebook y similares, uno puede disponer sin levantar una ceja de miles y miles de amigos, incluso, si me apuran, de millones de amigos. Igual que aquella canción de Roberto Carlos, el que quería ser a toda costa amigo de los animales. Adiós a esa célebre frase que dice: yo tengo pocos amigos, pero muy fieles. Que es lo que, por cierto, a mí me ocurre. Ya no tenemos tanto pudor en exhibir nuestras intimidades, en colgar en la red una fiesta de cumpleaños, una excursión anodina al Teix o Kilimanjaro o, en fin, la hermosura de nuestro minino Rimsky Korsakov, por poner un nombre de gato bastante común. Hemos llegado a un punto en que preservar o, por lo menos, no exhibir nuestros asuntos más privados es sinónimo de rareza. Entonces, ingresamos en la orden de los sospechosos, de los que algo tienen que ocultar. Todo empezó, creo, con aquel programa infame llamado Queremos saber, que dirigía la a menudo ofensiva Mercedes Milá, al que siguió Lobatón con Quién sabe dónde. Fue cuando la televisión empezó a desarrollar su vocación policial y confiscadora. Ahí comenzamos a perder libertad: la libertad de largarse y desaparecer. Basta echar un vistazo general a los sistemas de control y vigilancia que proliferan en nuestra vida cotidiana.

Nuestro DNI una y mil veces confesado, cámaras que, desde que salimos de casa hasta que regresamos a ella, nos han seguido de manera continuada. Cámaras instaladas en lugares estratégicos para pillarnos in fraganti. Todo esto, por supuesto, se hace por nuestro bien, por nuestra seguridad. Claro. La jugada es muy simple y a la vez perversa. Llegará un momento en que no hará falta que nos impongan nada. Seremos nosotros, ciudadanos ejemplares, que solicitaremos, incluso suplicaremos que nos inserten una minicámara en nuestro cuarto de baño o una muñeca ultrasónica para no extraviarnos o un GPS en el orto, qué sé yo, como diría una amiga argentina. Rogaremos una vigilancia continuada de nuestros movimientos. Habremos regalado o, mejor dicho, vendido a bajísimo precio nuestra poca libertad con la intención de sentirnos seguros. Primero vino el dar miedo, luego la súplica de la seguridad. Por este orden. Diga usted transparencia y será bendecido. Aún no sabemos hasta qué punto estamos vigilados y controlados. Y mejor así, pues si indágasemos a fondo nos entraría una angustia y una ansiedad de vértigo. Y como es de bien nacidos ser agradecidos: gracias por vigilarnos. Un placer.