Ver y escuchar a todo el mundo equivale prácticamente a no ver ni escuchar a nadie debido a que los extremos se tocan, a veces se abrazan. Aznar y Anguita, si se acuerdan, estuvieron en tiempos muy unidos. Cuanto más se iba Anguita a la izquierda y más se desplazaba Aznar a la derecha, más cerca estaban el uno del otro. De hacer seguido esa deriva, se habrían atravesado, como el que atraviesa el espejo, y Aznar se habría convertido en Anguita y Anguita en Aznar. No son una excepción. En ocasiones veo actitudes mías en personas que detesto. Las detesto tanto que me alejo de ellas con violencia y cuando quiero darme cuenta, como la Tierra es redonda, me he colocado en su lugar. Me odio cada vez que caigo en una de esas trampas, pero incurro en ellas con una frecuencia indeseable. Internet, al ser un territorio tan extenso, ofrece una amplísima gama de conductas en las que nos podemos mirar para hacernos la autocrítica. Yo leo con frecuencia en la Red a personas que no me gustan para ver hasta qué punto, huyendo de su estilo, lo perpetro. Y lo perpetro más de la cuenta, esa es la verdad.

El otro día, a la hora del gin tonic, me felicitaron por una actuación pública en la que no me había gustado. Se lo dije a mi comunicante:

-No me gusté, no me gusto cuando me pongo así.

-Pero si estuvo usted muy bien –insistió él.

-Pues ya le digo que desapruebo ese tipo de conducta, sobre todo en mí.

El hombre me observó como si me hubiera vuelto loco. El problema de que a los demás les guste de ti lo que tú odias en ti, es que puedes acabar haciendo lo que a los otros les gusta por miedo a no ser aceptado. Ese miedo ha provocado catástrofes sin cuento a lo largo de la historia.

Pero volvamos al principio: decíamos que ver y escuchar a todo el mundo equivale a no ver ni escuchar prácticamente a nadie. Por eso, yo no creo que el sistema ese de moda, Sitel, sea tan eficaz como aseguran. A ningún paranoico como Dios manda puede gustarle que nos espíen a todos. La paranoia exige un grado de exclusividad.