La propensión a hablar de lo que no sabemos ni entendemos aunque, eso sí (muletilla que los locutores de radio deberían espaciar), muy puestos, no es atributo exclusivo de los columnistas de opinión como vamos a ver. Y si en ocasiones mueve a risa, en otras ya no diría tanto.

De niños, aquello de "Una dola / tela catola…", o "Mambrú se fue a la guerra / qué dolor, qué dolor, qué tuerto" (en vez de "entuerto", palabra que incluso hoy, para la mitad de los adultos, debe significar más o menos lo que catola). Es lo que yo cantaba, el tuerto, hasta que cayó en mis manos la letra y, con parecido desparpajo, el inglés de los Beatles en mi primera juventud (ando por la enésima), con una devoción que nada tenía que ver con que el Yellow submarin fuese amarillo, lo que desconocía por entonces. La mayoría (con excepción de mi amigo Modesto Moral, a quien su madre pagaba clases del idioma tal vez porque era viuda y él hijo único. ¡Qué envidia! Lo de las clases, quiero decir) gritábamos ¡Help! en los guateques, o Submarin, con los ojos entrecerrados y después, transidos de emoción, susurrábamos In detaun huera nosbon o, si era el Help, aibe openup dedos ay filindón, fiando al acento anglosajón y un escrupuloso respeto a la estructura métrica, el éxito con las compañeras de clase.

Antes de eso –el fervor religioso y los latines cedieron en muchos para dejar paso al inglés–, recitábamos con unción misteriosas palabras entre otras que sólo colegíamos: el pange del Pange lingua gloriosis, o Genitori genicocue, que así lo pronunciaba y, éstas sí, de claras connotaciones pudendas en época de mucho eufemismo respecto a la cuestión. Después, los oficios y homilías adoptaron los idiomas del lugar y, aunque el hermetismo no haya cedido gran cosa, uno puede juzgar disparate o sentirse confortado por la traducción de lo que antaño sonaba a conjuro, si bien tampoco llamar a las cosas por su nombre, ya creciditos, garantice transparencia. Me cuenta una antigua alumna del colegio Madre Alberta, que su equivalente al Pange lingua, en castellano corriente y moliente, era la admirada estrofa del himno colegial: "Dulce ambiente que el pecho respira / bajo diáfana bóveda azul". A esperjes en lo de "diáfana", y ni ocurrírsele preguntar a la madre superiora.

Por aquel entonces, y fuese el poco diáfano latín o el igualmente oscuro idioma de nuestros iconos musicales, se trataba de explorar la realidad o crearla –la frontera era ambigua– a través de la imaginación, y los significados importaban menos que las sensaciones suscitadas por los absurdos, asumidos como llave de mundos nuevos: el erotismo con cada gorgorito, la pertenencia al colectivo… Recitados metafóricos para lo que intuíamos sin poder verbalizar pero que funcionaba siquiera como nexo, así que lo de menos era comprenderse a sí mismo o al prójimo, porque se vibraba al mismo diapasón y esa vibración, la sintonía, tenía poco que ver con el mensaje concreto.

Sin embargo, hemos crecido y algo a este respecto ha cambiado. Más prosaicos, las palabras que nos desvelan el mundo debieran ser distintas al Abracadabra de la infancia y demasiadas veces no es así; se elaboran discursos que no se corresponden con los hechos y cada oficio pretende, con la excusa de la precisión, diferenciarse por un lenguaje propio, un idiolecto, que sólo penetran los iniciados. En parecida línea se usan palabros, neologismos que solo añaden frente a sus equivalentes en lenguaje llano, la impresión al lector, al oyente, de que algo se le escapa.

Reparen ustedes en el uso frecuente, en los últimos meses, de la palabra "Gobernanza". ¿A qué vendrá esta ridícula moda? ¿Por qué no "Gobierno"? Y antes fue "Jibarizar". Los indígenas Jíbaros reducían cabezas extrayéndoles los huesos y llenándolas de arena caliente para reducir su tamaño. Al jibarizar, ¿se referían nuestros prohombres a la extracción ósea como sinónimo de succión, absorción de las facultades del otro o algo así? Aunque tal vez quisieran indicar la intención de ningunear al otro y reducir su capacidad mental para dar gato por liebre, a lo que contribuiría el empleo de palabras abstrusas.

¡Cualquiera sabe! Cualquiera entiende el fraseo de la Conferencia Episcopal, desde el pecado a la excomunión, y que nadie se sienta aludido cualquiera que sea su posición respecto al aborto. O el de tanto político retorciendo la realidad para adaptarla a su conveniencia, aunque pueda suceder justamente lo contrario y si cabe más preocupante: que se les vea el plumero con claridad y sean ellos quienes vivan ajenos al sentir de la calle, olvidados de llamar, al pan, pan; ninguneo al no pagar unos aumentos pactados y, al latrocinio, pues eso. A la postre, de andar en pantalones cortos no se sigue obligadamente lo que de adultos puede ocurrir y que resumió Jules Renard: los hay que, por su currículo, no hace falta que digan nada para saber que piensan sandeces de más calado que el quile quilete. Y de peores consecuencias. Si encima hablan, el acabóse.