El articulista y catedrático Francesc de Carreras publicaba el jueves en la prensa catalana un espléndido artículo titulado No traspasar las líneas rojas en el que denunciaba la inaceptable transgresión de los límites razonables de la política del presidente valenciano Camps al insinuar recientemente en el Parlamento de su comunidad que sus adversarios políticos querrían verle muerto, "boca abajo en una cuneta". En ese mismo análisis, concluía el autor dictaminando que la democracia se deteriora gravemente cuando el debate político es sustituido por el debate penal, cuando los argumentos sobre el buen o el mal gobierno son reemplazados por el dicterio y la descalificación. Y mencionaba Carreras a modo de ejemplo de semejantes desviaciones aquella campaña intolerable del "váyase señor González" emprendida por Aznar a mediados de los años noventa con el argumento de la corrupción (que no del desgobierno), o la ulterior identificación del PP con el doberman –la metáfora canina de la agresividad asesina– que hizo la izquierda.

Últimamente, esa línea roja que separa el fair play democrático de las frondas populistas o autoritarias se ha traspasado una vez más con el asunto del sistema de escuchas Sitel. Desde este verano, portavoces del PP, coincidiendo con la salida a la luz de sucesivos escándalos de corrupción que afectan a su formación política, han ido manifestando con intensidad creciente su convicción de que el Gobierno les espía a través de este sistema de interceptación de las comunicaciones, que, como es lógico, tan sólo puede utilizarse con escrupulosa autorización judicial motivada. Poco a poco, tal denuncia se ha completado con la gratuita afirmación de que el método Sitel, que fue adquirido e instalado por los gobiernos del PP –y en concreto por Rajoy cuando éste era ministro del Interior– es ilegal. La denuncia ha ido in crescendo, hasta la explosión del pasado miércoles en la Cámara Baja, cuando el ministro del Interior, airado por esta insidiosa campaña que no se apoya en prueba alguna, trató de hacer ver a gritos a sus adversarios que la denuncia de escuchas es la más grave que se le puede hacer a un gobierno en democracia. Ya se sabe que acusar de un delito sin pruebas es, lisa y llanamente, una calumnia. Y ni que decir tiene que, tras el desahogo ministerial, el principal partido de la oposición ha reclamado la dimisión del titular de Interior.

Por casualidad o intencionadamente, el Tribunal Supremo notificó el jueves, apenas unas horas después de aquel colosal rifirrafe parlamentario, una sentencia por narcotráfico en la que avalaba –por tercera vez– dicho sistema de escuchas, que considera "preferible a los modos de intervención anteriores a su implantación". Rubalcaba ha podido respirar, pues, aliviado. El varapalo de la Sala Penal del Supremo, que no ha hecho más que arrojar algunas dosis de sentido común sobre las relaciones entre el gobierno y la oposición, debería servir de lección a estos audaces guerrilleros parlamentarios que en ocasiones parecen creer que todo vale en la confrontación política. Cuando la democracia incluye, como ingrediente no menor, el exquisito respeto a las reglas de juego y, por supuesto, también al adversario.