Amos Oz decía que un israelí de su generación, que tenía diez años cuando empezó la primera guerra contra los árabes y que luego tuvo que luchar en dos guerras más, tenía como mínimo doscientos años de experiencia vital. Pensé en esa frase cuando vi a Rickie Lee Jones entrevistada en un informativo de la televisión, ya no recuerdo cuál, con motivo de su pequeña gira por España. ¿Cuántos años podía tener esa mujer? En realidad nació en 1954, así que pertenece a mi generación, pero también se podría decir que ha vivido doscientos años, igual que Amos Oz (o que cualquier palestino expulsado de sus tierras y refugiado en un campo, dicho sea de paso). Con 14 años, Rickie Lee Jones cruzó todo el Oeste americano, desde Chicago a Los Ángeles, haciendo autostop. ¿Cómo consiguió llegar viva a California? En una entrevista aventuró una hipótesis: "Porque era demasiado inocente. Eso me salvó".

Me encontré el primer disco de Rickie Lee Jones en el fregadero de unos amigos que vivían en la calle Del Arco, en Coyoacán, al sur de México D.F., justo al lado de la calle en la que murió Luis Cernuda. Nunca sabré cómo agradecerles que guardaran sus discos en el fregadero de una kitchenette que no utilizaban, en el salón donde escuchaban música y recibían a la gente. Una noche, ya tarde, estábamos bebiendo y charlando cuando reparé en un rostro que me miraba desde el fregadero. Era Rickie Lee Jones. En una pausa, cuando ya nadie escuchaba porque todo el mundo estaba ya demasiado borracho o demasiado cansado, cogí el disco y lo puse. Ojalá pudiera volver a sentir lo mismo que sentí aquella noche. Yo no sabía nada de aquella mujer, pero me sorprendió –mejor dicho, me maravilló– la sensación de amplitud que trasmitía su voz. Cuántas madrugadas, cuántos moteles de carretera, cuántas gasolineras vacías, cuántas callejas de mala muerte cabían en aquella voz. "¡Rickie Lee Jones, Rickie Lee Jones!", empezó a sollozar una tarde, hace ya muchos años, Kevin Ayers en la barra del bar Saint Émilion (que estaba en la calle Guixers). Me lo contó la persona que le estaba sirviendo las copas, a esa hora en que no hay clientes ni apenas pasa gente por la calle. Kevin Ayers estaba bebiendo en un rincón de la barra, cuando de pronto, sin ninguna razón aparente, dejó caer la cabeza sobre la madera y empezó a gemir: "¡Rickie Lee Jones, Rickie Lee Jones!". Dios sabe de qué la conocía o qué cosas había vivido con ella –si es que había llegado a conocerla–, pero uno se imagina que eso es lo único que puede hacer alguien que ha tratado de cerca a una mujer así.

Cuando le preguntan por Tom Waits, con el que vivió una breve historia de amor en el destartalado motel Tropicana de Los Ángeles, Rickie Lee Jones se mosquea: "¿Por qué siempre me preguntan por él? ¿Y por qué no le preguntan a él por mí?", refunfuña. Tiene mucha razón. Tom Waits se había creado la fama de borracho y de beatnik, pero la que de verdad había vivido las borracheras y las palizas y las madrugadas solitarias en una habitación cochambrosa era Rickie Lee Jones. Fue ella la que huyó de los colegios, la que escuchó las palizas de su padre a su madre, la que vivió en una roulotte en el desierto, la que cruzó media América haciendo autostop, la que trabajó de camarera y tuvo que soportar las manos largas y los eructos de los borrachos y de los solitarios y de los desahuciados que iban a los locales de striptease. No era raro que en su voz cupieran tanta vastedad, tanta emoción, tantas calles oscuras y tantos cielos estrellados. Y fue Tom Waits el que se asustó y se quitó de en medio cuando ella le dijo que se había enganchado a la heroína, fue él quien no quiso saber nada del lado salvaje de la vida cuando se lo encontró cara a cara en su propia habitación del motel Tropicana. Quizá algún día alguien llegue a escribir una novela con esta historia.

A pesar de que pueda tener 200 años –o quizá más–, lo que más seduce de esta mujer es su inexplicable serenidad. Canta para su hija, para la gente desesperada que cree en Dios, para los que no tragan a George Bush, para los que todavía viven en una roulotte aparcada en una vía de servicio o para los predicadores neuróticos que dan sermones en una iglesia que también sirve de comedor de beneficiencia y de tienda de segunda mano. Escúchenla, y verán que no tardan en derrumbarse sobre una barra, gruñendo –o sollozando, o aullando, o gritando de alegría–: "¡Rickie Lee Jones, Rickie Lee Jones!".