En un precioso y bienhumorado artículo, Kirmen Uribe, flamante Premio Nacional de Narrativa por una novela en euskera (Bilbao-New York-Bilbao), daba cuenta hace días de la gesta de su lengua, empezando por la de su madre para inscribirle en el Registro. Correspondo, modestamente, con un recuerdo mío, desde fuera. La primera vez que oí hablar en vasco fue a unos marineros que descargaban pescado en el puerto de Gijón. Juraría que entre las capturas había ejemplares de palometa o japuta, especie sobre la que versa, por cierto, parte del relato de Kirmen. Mi sorpresa de niño era mayúscula, le pregunté a mi madre y me dijo, con cierto misterio, que hablaban en vascuence. Desde ese día me quedó el sentimiento de que aquella extraña jerga de los arrantzales tenía dentro la verdad de quien la usa para entenderse en su duro modo de ganarse la vida, tal vez la dimensión humana más creíble.