El dilatado y sorprendente retraso de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre los recursos presentados contra la reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña está generando un visible pesimismo, que se traduce en significativas manifestaciones: el socialista catalán Miquel Iceta puso de manifiesto en la última reunión de la Ejecutiva federal de su partido las dificultades políticas que generaría una sentencia adversa (a lo que Rodríguez Zapatero respondió conminándole a acatar la decisión del TC). También Jordi Pujol, el martes pasado, declaraba con ostensible acritud que acatará la sentencia "porque si no nos enviarán la Guardia Civil". Y añadió: "Hace muchos años que acatamos cosas. Lo que pasa es que no estaremos de acuerdo y lo diremos, y, además, les increparemos". Parece, en fin, que las filtraciones del debate interno que realiza el TC están evidenciando que existe una grave dificultad, nada sorprendente, para declarar la concordancia entre el Estatuto, fruto de una exaltación mal contenida y peor administrada, y la Constitución, una verdadera obra de arte de los intérpretes del consenso fundacional del régimen. Y el consiguiente pesimismo parece significar que la opinión pública empieza a entender que la dificultad proviene del Estatuto mismo y no de la malquerencia institucional del TC.