Tal y como dice el autor de De los días pasados, nos conocimos en años tan lejanos de una ciudad y de un colegio muy diferentes a los de ahora. Aquella Palma recoleta hasta el aburrimiento, religiosa hasta la hipocresía y, por supuesto, acogedora hasta la tranquilidad más tramposa. Pero una ciudad en que, muy lejanos de tantas veleidades, vivíamos las fiebres del momento histórico, una fiebre que Román Piña Homs encauzó en el río impetuoso de las aguas nacionales, hasta alzar una bandera española en el jardín de su casa a las afueras de Palma. Allí estaba yo presente, junto a Luis Alberto, su hermano, una de las personas más sonrientes que jamás haya conocido, muerto prematuramente como signo de la caducidad invencible de la vida. Fue mi primer amigo en marchar. Y esa marcha, como bien dice el mismo Román, nos obligo a pensar con mucha mayor madurez.

Quiero decir con estas primeras líneas que, sin poder evitarlo, Román es amigo mío, uno de esos amigos que, en horas altas y en horas bajas, mantienen un permanente lugar en el corazón. Y por ello mismo, sus memorias son, tal vez sin él sospecharlo, un tanto las mías. Hijos de una misma época, de un mismo ambiente, de una muy semejante educación y, por supuesto, formados ambos en las aulas de Montesión, que imprimieron carácter a toda una generación de alumnos. Repito, muchas de estas páginas que ahora comento, muy bien podría hacer estados firmadas por mí, no tanto en lo anecdótico como en su definitivo significado. A nuestra edad, la vida vivida ya es insobornable, y hay que asumirla en toda su complejidad, claroscuro y no menos gratitud. Una virtud que aparece una y otra vez en las páginas de Román. Y que honran su memoria y sus memorias.

Dice Román al final del texto que su intimidad ha estado velada en beneficio de su vida pública y por razones, sobre todo, de respeto familiar. Y sin embargo, quien le conoce un tanto, descubre en ese larguísimo periplo de sus idas y venidas familiares, funcionariales, políticas y universitarias, pero siempre atravesadas por idéntica obsesión, la de ser fiel a su propio imaginario, uno acaba por descubrir zonas íntimas de enorme relevancia. Román es un "soñador para un pueblo", en palabras de Buero Vallejo. Puede que su naturaleza soñadora le venga de su curiosísima experiencia falangista, que nos narra con todo lujo de detalles, sin vergüenza alguna, y lo de su intención popular tiene que ver con sus propias raíces familiares, minuciosamente contadas en la primera parte del libro. Román nunca ha dejado de soñar, si bien siempre con un sexto sentido para la elección práctica, y jamás ha abdicado de sus convicciones nacionales, defendidas con ahínco en un clima tantas veces hostil. Ésta es la nervatura nuclear de tantos y tantos momentos públicos, en medio de una sociedad que le ha criticado/juzgado con no menos pasión: para convertirlo en un mito o bien para golpearlo sin piedad. Pero las islas suelen proceder así, en gran medida por el exagerado conocimiento adquirido de los demás. Un soñador en beneficio de un pueblo, Mallorca.

Es evidente que, en mi caso, me ha interesado muchísimo la trayectoria religiosa de Román Piña, que sin embargo, salvo en apuntes un tanto indirectos, siempre aparece como velada, siguiendo las explicaciones del final del libro. Y sin embargo se deduce de sus comentarios complementarios a tantas y tantas situaciones y personas, hasta destilar una personalidad de enorme estatura ética pero encerrada en un talante conservador en cuestiones eclesiales, tal y como aparece en sus comentarios a la evolución del pensamiento teológico y espiritual del postconcilio, y muy específicamente al compromiso temporal de los católicos de su generación, entre los que me cuento. Precisamente, las diferencias de nuestros posicionamientos religiosos, desde una indeclinable coincidencia en lo sustancial, han provocado, en ocasiones, polémicas y tensiones que ahora me parecen hasta menudencias en el camino de una amistad arraigada. Gracias a Dios, la Iglesia a la que ambos pertenecemos admite sensibilidades muy diferentes en su interior, y ahí reside gran parte de su riqueza.

Memorias de esta guisa nos ayudan a aproximarnos también a los derroteros de nuestra sociedad, la de Mallorca, sobre todo en la segunda mitad del siglo XX. Pero sobre todo, siempre he pensado que las narraciones sinceras de un hombre o mujer sobre su trayectoria vital, nos ponen en comunicación con el misterio humano. Un misterio que solamente descubren los espíritus que, a su vez, perciben las vibraciones del suyo propio.