Han pasado ya 20 años, y parece mentira. 20 años de aquella conmoción sentida por tantos de nosotros al conocer la noticia del asesinato de seis jesuitas y dos colaboradoras laicas en el recinto de la Universidad Centroamericana de El Salvador, la ya célebre UCA de Ignacio de Ellacuría y compañeros. Recuerdo que en Palma y en la parroquia de la Encarnación participé en un funeral de acción de gracias, y las palabras que entonces pronuncié fueron las primeras en público tras los acontecimientos. Nunca agradeceré bastante a los organizadores de tal evento religioso/cívico su invitación, que ahora me trasporta a unos años en que nuestra sociedad y nuestra Iglesia latían al compás de "la justicia que brota de la fe" y no solamente de "la confrontación que brota del dogmatismo". Al cabo, hemos caído en una postmodernidad del todo plana, completamente dominados por nuestra propia supervivencia, mientras los auténticos pobres del planeta se hunden en su objetiva miseria. Vergüenza nos habría dado entonces vivir así. Pero los pobres siempre son menos importantes que nuestro bienestar. Así es la vida.

Pero a lo que iba con estas líneas. Ayer, 16 de noviembre de 2009, alcanzamos el vigésimo aniversario de aquellos asesinatos que nos conmocionaron y sacaron de nuestras preocupaciones individuales y hasta colectivas. Fue como un zarpazo de la historia, que nos obligó a responder con un entusiasmo inusual, por lo menos a quienes, muchos entonces, sabíamos que la Iglesia centro y sudamericana estaba al servicio evangélico de las mayorías crucificadas, en excelente expresión del mismo Ellacuría. Una actitud que mereciera, bajo el nombre de Teología de la Liberación, varapalos desde todos los ángulos conservadores, pero que, años más tarde, encontraría una definitiva sanción vaticana al reconocerle sus bondades siempre y cuando no estuviera contaminada de marxismo. Pero para entonces, el espíritu de los teólogos de la liberación casi había sido exterminado en aras de una religiosidad mucho más espiritualista por desencarnada. Y cuando sucedió todo esto, las sectas pagadas por las grandes fortunas norteamericanas comenzaban a destruir tantas maravillas surgidas en las barriadas más miserables, desde Río Grande a la Patagonia.

Aquellos hombres nos conmocionaron por dos razones fundamentales. La primera es que eran grandes creyentes en el rol histórico del Evangelio de Jesucristo, y que la lectura del mismo Evangelio desde esa realidad histórica se convertía en un arma eficacísima contra toda posible escapatoria de las urgencias terrenas del creyente. En Jesucristo, Dios se había hecho carne e historia humanas, con todas sus consecuencias menos en el pecado, en palabras de San Pablo, que al cabo nos producen alergia. Y la segunda porque cuanto sucediera en aquel pequeño césped a la entrada del domicilio de los asesinados en la Universidad, nos señalaba el camino para una interpretación cristiana del trabajo intelectual como "una tarea al servicio de los más pobres en su dimensión estructural", más allá de esa chata empleabilidad en que los europeos nos sumergimos con el Plan Bolonia.

En la UCA, Ellacuría y sus compañeros habían optado por una tarea universitaria/intelectual entregada a la trasformación de las mayorías populares, y los universitarios serían obligados, y siguen obligados después, a un esfuerzo académico excelente como preparación radical para una vida de servicio al pueblo sencillo, según la inspiración del Evangelio de Jesucristo. Llama la atención que el mismo Ellacuría había impuesto como armazón filosófico del conjunto universitario, el pensamiento de Xavier Zubiri: un metafísico dándole sentido a cualquier consiguiente trabajo universitario de naturaleza mucho más pragmática. Un detalle del que casi nunca se habla y que resulta revelador.

Ellos habían inspirado los grandes documentos de Monseñor Romero, que les había precedido en el martirio y cuya causa será revisada, a nivel civil y penal, tras luctuosos años de aquella amnistía que surgiera por obra y gracia de los mandatarios de turno para ocultar todos los crímenes de tantos años. El estado salvadoreño reconocerá públicamente que participó en la muerte de Romero, y tengo la seguridad de que más tarde hará lo mismo con los jesuitas y colaboradoras, y mucha gente más. Será el triunfo del FMLN en su actual vertiente política, tras ganar las últimas elecciones generales y colocar al frente de la nación al moderado Mauricio Funes, del que tan grato recuerdo mantengo. La mejor victoria de la sangre derramada. Lo que sucedió se reconocerá y los asesinos quedarán expuestos al juicio nacional e internacional. Como debe de ser para que la paz acabe asentándose en la verdad.