No acaba ese debate sobre si mostrar esposados a los políticos sospechosos de corrupción u ocultar esa imagen a la opinión pública. Centrarse en las esposas es descentrar. Les indignaría menos ir esposados si no fueran vistos. Las esposas no son indiferentes a la mirada. Al espectador empático le inquietarán; al temeroso, le tranquilizarán. Al primero le parecerán mal y al segundo, bien, al margen de quién sea el inmovilizado. Siendo una herramienta, las esposas deberían responder sólo a criterios de utilidad: ¿es preciso reducir la libertad de movimientos de esta persona para evitar que ataque o escape? Todas las personas son personas y todas las personas son distintas. ¿Hay que cuestionar las esposas con cada detenido o hay que esposarlos a todos? ¿Con qué criterios? ¿Por qué ha de recaer sobre el policía el riesgo de una evaluación y una decisión más audiovisual que policial? Si las esposas influyen en la visión –ver y ser visto– esas conducciones tienen más que ver con la televisión que con cualquier otra cosa. Una vez televisadas, las esposas ya no son instrumentos de represión sino de representación. Qué acierto llamar a esos paseos esposados "penas de telediario". Cómo importan a los que tuvieron "glorias de telediario" cuando salían adornados con los abalorios del poder y de la ejemplaridad. Esos días no evitaban la imagen: al contrario, la provocaban, la buscaban, la pedían o la ordenaban. ¿Suspendemos las penas y las glorias? En nombre de la discreción, se puede vivir sin las dos. La visión de las humillaciones desagrada por lo que tienen de representación de un abuso sea para un presunto delincuente común, sea para un político sospechoso de corrupción. Pero es injusta esa preocupación por la pena de telediario sólo para los que conocieron la gloria de telediario. Como lo es la enfermería de la prisión en la que guardan a unos y el patio carcelario en el que sueltan a otros. Igualdad de trato y enfermería para todos.