Si no recuerdo mal, había una gran máquina de escribir en la fachada de Casa Gilet, en la Vía Alemania. La recuerdo cuando iba al colegio y yo me preguntaba quién diablos querría escribir con una máquina, pudiendo usar los lápices de colores y las grandes láminas de papel barba que dejaban ver un galgo al trasluz. Pero siempre me gustó el edificio de Casa Gilet, que tenía las formas onduladas de un barco, y algo que hacía pensar en el mar o en el puerto de una isla remota y algo menos tranquila que Mallorca (que me parecía una isla "demasiado" tranquila).

Casa Gilet es uno de los mejores edificios racionalistas de Palma, pero eso entonces no lo sabía. Sólo sabía que me gustaban sus formas onduladas, y el portal con barras de hierro que parecían ideogramas chinos, y la extraña, casi amenazadora máquina de escribir que se veía en la fachada. Muchos años después, cuando yo vivía en la calle Joan Estelrich, volví a ver a diario aquella máquina de escribir –tal vez una Underwood–, que desde entonces asocio con los gritos de los niños que jugaban en el patio del colegio de la Plaza de los Patines. Si se piensa bien, hay una relación evidente entre las formas de la arquitectura racionalista y las máquinas de escribir y los niños que juegan en un colegio. De hecho, Guillem Forteza –un arquitecto que podría ser llamado racionalista– diseñó muchas de las escuelas que se inauguraron en la época republicana. Y es normal que fuera así. La arquitectura racionalista reflejaba el sueño de una vida austera, limpia, educada, armónica. Le Corbusier decía que había que alojar a las masas de forma decente y humana. Y éste fue el sueño de la II República (o mejor dicho, de las mejores mentes de la II República), cuando la Europa de entreguerras todavía creía en la posibilidad de un futuro tranquilo y razonable, antes de que llegaran Mussolini, Stalin, Franco, la II Guerra Mundial, Auschwitz y el Gulag, y antes de que las máquinas de escribir sirvieran para hacer listas de deportados y los patios de colegio se convirtieran en centros de adoctrinamiento forzoso.

Francisco Casas diseñó la Casa Gilet en 1936. Quizá se empezó a construir cuando todo estaba en calma y el gran Emili Darder inauguraba escuelas con su pajarita y sus modales de personaje de Thomas Mann, y se terminó cuando el Conde Rossi desfilaba a caballo por Vía Alemania. Ya sabemos cómo terminó aquí el sueño de la modernidad. Pero lo curioso es que la arquitectura racionalista no se acabó con el franquismo. De hecho, la Italia fascista estaba llena de edificios racionalistas, porque el racionalismo arquitectónico era un movimiento de vanguardia, y la vanguardia se la disputaban tanto la extrema derecha como la extrema izquierda, ya que cada una, a su manera, proponía una utopía modernista con sus propios ideales de educación y progreso y avances sociales (y quien no entienda esto, no entiende nada de nada). Uno de los mejores arquitectos racionalistas españoles fue José Manuel Aizpurúa, un falangista vasco que fue fusilado en 1936 por los republicanos. Y otro de los mejores arquitectos fue el catalán Josep Torres Clavé, que pertenecía al PSUC y murió mientras construía trincheras para los republicanos. Imagino que los dos se interesaron en sus proyectos y los discutieron a fondo, hasta que la política los distanció, o no, porque quizá siguieron respetándose a pesar de sus diferencias políticas. Y a lo mejor, si ahora pudiéramos ver un edificio diseñado por uno y por otro, nos resultaría imposible distinguirlos y creeríamos que fueron diseñados por la misma persona. La vida tiene estas cosas.

La arquitectura no tiene ideología, pero el poder que la utiliza sí que la tiene, a veces con la colaboración entusiasta o involuntaria del arquitecto. Le Corbusier, por ejemplo, fue de extrema izquierda y se sintió fascinado por el socialismo utópico del siglo XIX, pero también dio conferencias en la Italia de Mussolini y se ofreció a colaborar con el gobierno de Vichy. Y a pesar de todo, conservó una enorme sensatez a lo largo de toda su vida, porque decía que cualquier habitante de un poblado africano vivía mejor que un obrero hacinado en un suburbio de Europa. Le Corbusier murió a los 77 años mientras se bañaba en una playa de la Costa Azul. No es mala forma de morir para la persona que hizo posibles, con sus ideas, los edificios que parecían un barco en una isla tranquila. Como la Casa Gilet.