Cuando ya era un secreto a voces la marcha de Luis Fernández de la presidencia de la radiotelevisión pública por discrepancias sobre el nuevo sistema de financiación, se conoció ayer que PP y PSOE habían consensuado la designación de Alberto Oliart como sucesor. Y aunque en primera instancia el acuerdo causó grata impresión, surgió enseguida la sorpresa por el hecho de que Oliart, hombre fuerte de los gobiernos de Suárez, ministro de Defensa de Calvo-Sotelo en el delicado período que medió entre el golpe de Estado del 23-F y la llegada al poder de los socialistas, tiene actualmente 81 años.

Es lógico que los dos grandes partidos hayan querido asegurarse de que tras la marcha de Fernández el audiovisual público se mantendrá por la senda de profesionalidad y neutralidad por la que ha discurrido desde la entrada en vigor de la Ley 17/2006, de 5 de junio, "de la radio y la televisión de titularidad estatal", que auspició la designación por el Parlamento del primer presidente elegido directamente. Y, sin duda, Oliart podría dar el perfil adecuado en lo referente a su insobornable independencia que lo ha llevado a mantener relaciones cordiales con todas las fuerzas políticas. Pero no lo da en absoluto en lo tocante a su provecta edad, claramente inadecuada para un cargo institucional de esta envergadura y que inevitablemente tiene algunos ingredientes técnicos. Porque, aunque su papel se reduzca a la impulsión de un talante neutralista y equilibrado, es claro que el nuevo rector del audiovisual público tendrá que lidiar con las últimas tecnologías –la TDT, la alta definición, etc.– y con conceptos virtuales de la Sociedad de la Información que requieren una formación específica. En cualquier caso, es difícil de creer que PP y PSOE no hayan sido capaces de converger en alguna personalidad que mantuviese alguna relación directa con el sistema mediático y cuya edad no resultara tan manifiestamente inadecuada. Podría parecer que, a falta de consenso sobre una opción más potente, se ha adoptado la actitud eclesial por la cual, para resolver una gran disputa tras la muerte de un papa, se elige en el cónclave al más anciano de los cardenales para limitar el período de tal provisionalidad.

La huella de Fernández es profunda. Desde el punto de vista profesional, TVE, que acababa de reconquistar el segundo puesto en el ranking de audiencias cuando Fernández se hizo cargo del grupo de comunicación en enero de 2007, ostenta hoy el liderazgo. Pero es en el terreno político en el que Fernández merece mayor reconocimiento. Porque hasta su llegada, RTVE fue en todo momento un aparato de publicidad y propaganda del gobierno de turno. Y es justo reconocer que bajo la batuta de Fernández tanto la radio como la televisión estatales han recuperado la profesionalidad perdida, han adquirido una plausible objetividad y han dejado de ser uno de los principales elementos de discordia y confrontación.

Éste es el camino que hay que mantener a toda costa, por lo que efectivamente no era fácil la sucesión de Fernández. Pero la entronización del anciano de la tribu para guardar las esencias democráticas, que no puede haber agradado en absoluto al sector, abre muchos más interrogantes de los que contribuye a cerrar.