El otro día vi en un periódico muy conservador la esquela de un anciano militante comunista, en la que se había colocado una hoz y un martillo en el lugar donde otros colocan una cruz. Me gustó ver aquel alarde de valentía –algo que no es frecuente entre nosotros–, pero al mismo tiempo aquella esquela me pareció una imagen muy acertada del comunismo. Porque el comunismo, más que una ideología, ha sido durante mucho tiempo –y aún ahora– una religión que tenía un dogma intocable, igual que ocurre con la Santa Madre Iglesia Católica o con la Iglesia Pentecostal de las Asambleas de Jesucristo (y tampoco deberíamos olvidarnos del Corán).

Conozco la experiencia, porque en mi juventud estuve dos años en el Partido Comunista. Y recuerdo muy bien que nos hacían aprender el catecismo marxista de Marta Harnecker como si fuéramos adolescentes que se preparaban para la confirmación. "Camarada, ¿qué es el materialismo histórico?". "El materialismo histórico, camarada, nos demuestra que tanto los fenómenos materiales como sociales están determinados única y exclusivamente por los factores materiales". No recuerdo que lo dijéramos de rodillas, pero nuestra mente sí que estaba de rodillas (o quizá tendida sobre el suelo con los brazos en cruz, igual que los seminaristas a punto de ser ordenados sacerdotes).

Entre los comunistas que traté había algunas de las personas más valientes y honestas que he visto nunca, pero también algunas de las personas más dogmáticas y autoritarias que he llegado a conocer. Y esas personas, por lo general dirigentes, sentían una especie de odio reconcomido hacia todo lo que fuera diversión. Despreciaban los bailes, la música, los chistes, las chicas guapas, el pelo largo, la ironía, el placer. Despreciaban el buen humor, la inteligencia y la independencia de criterio. En el fondo, me temo, odiaban la vida: la vida inexplicable que no puede ser controlada ni analizada, la vida que existe sin por qué, la vida que no sólo depende de los factores materiales, sino de los caprichos, las locuras, los prejuicios, los sentimientos, los sueños o los deseos: esa vida que ellos no entendían ni querían entender, igual que cualquier fanático religioso.

La muerte del anciano comunista de la esquela ha coincidido con la celebración de los veinte años de la caída del Muro de Berlín. Imagino lo que sufrió aquel hombre al ver las imágenes en la televisión de la caída del Muro. Aquellos berlineses que querían cruzar al otro lado vivían en la República Democrática Alemana, un país que había sido bautizado con la singular ironía de la que carecían sus dirigentes. Pero ellos estaban hartos de vivir en un mundo en el que siempre había alguien que tomaba las decisiones por ellos. Por mucho que les dijeran que no tenían que preocuparse de nada, por mucho que les dijeran que su vida estaba resuelta de antemano, ellos querían tener derecho a equivocarse, o incluso a engañar y ser engañados. Y también querían tener derecho a bromear, a rechistar, a quejarse, a poner mala cara, a no disimular. Es cierto que cualquiera de nosotros, en una empresa pública o privada, tiene que hacer lo mismo que hacían los súbditos de la República Democrática Alemana, si quiere vivir tranquilo. De acuerdo, entre nosotros hay muchas empresas y organismos públicos que son tan opresivos como el régimen policial de la Stasi. Pero nosotros tenemos derecho a decir que no, a quedarnos sin empleo y a buscarnos la vida en otra parte. Y eso es lo que no podían hacer los ciudadanos que vivían encerrados tras el Muro.

La izquierda tiene razón cuando dice que una gran parte de la población mundial carece de derechos porque vive en unas condiciones materiales lamentables, así que las democracias liberales no tienen demasiados motivos para estar orgullosas. Pero esa izquierda se equivoca al creer que la vida de los seres humanos sólo está determinada por los factores materiales, como nos enseñaba el catecismo marxista de Marta Harnecker. Hay muchas más cosas que mueven el corazón de los hombres. Y una de ellas es la búsqueda de la felicidad, aquel principio hedonista que Thomas Jefferson incluyó en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, 150 años antes de la Revolución Rusa. Y supongo que era eso lo que buscaban los berlineses al otro lado del Muro: el derecho a ser felices, aun a costa de acabar fracasando y sintiéndose muy desdichados.