La crisis económica, grave en sí misma, está siendo el trasfondo amargo de un desprestigio sin precedentes de la clase política, que además de manifestarse incapaz de gestionar adecuadamente la recesión –y de anteponer el interés general al de partido–, está siendo protagonista de un estallido brutal de episodios de corrupción que alcanza a todos los partidos. La contaminación es tan intensa que, con cierta lógica, la opinión pública empieza a pensar que esta degradación es estructural y sistemática, por lo que sería el propio régimen el que estaría irreversiblemente corrompido.

La generalización de la deshonestidad no sería justa. Ni es legítimo afirmar que todos los políticos son iguales ya que, sin duda alguna, la mayoría de los servidores públicos es honrada. Pero, sutilezas aparte, lo cierto es que la opinión pública ha perdido la paciencia con su clase política. Ayer mismo se publicaba que los 400 empresarios que han asistido al último congreso del Instituto de la Empresa Familiar, que representan el 16% del PIB español, han calificado a los políticos con 1,8 puntos sobre 9, la puntuación más baja de toda la historia de esta organización. Las sucesivas encuestas que se publican están asimismo registrando mínimos alarmantes en la confianza que suscitan los políticos. La decepción es evidente, hasta el extremo de que el debate social más frecuente ya no versa, como antaño, sobre las simpatías políticas sino sobre cómo resolver esta situación de impotencia en que la oposición genera incluso menos confianza e ilusión que el desgastado gobierno.

Pero no debemos engañarnos: esa decepción, que antes o después derivará en una seria desafección hacia el sistema, no proviene solo, ni fundamentalmente, de la grave crisis ni de la sobreabundancia de los episodios de corrupción sino de la manera cómo la clase política responde a estas gravísimas cuestiones.

Algún ejemplo ilustrará lo que quiere decirse: lo grave del "caso Gürtel" no es tanto la constatación de unos delitos como la reacción tibia, displicente, premiosa de quienes deberían reaccionar con gran energía y, sin embargo, tan sólo muestran preocupación por la solidez de su propia instalación personal. Igualmente, lo más desconcertante de la crisis financiera no es la dificultad que experimenta la sociedad por la escasez del crédito sino la evidencia de que lo único que interesa a los políticos es el control de Caja Madrid (y de las demás Cajas, obviamente) para respaldar el propio lucimiento y favorecer –se supone– a los amigos. Asimismo, existe conciencia generalizada de que algunos aspectos de la ley electoral –las listas cerradas– y de los reglamentos de las Cámaras deterioran el modelo democrático, pero es mayor el afán de acumular poder que la obligación de intentar el perfeccionamiento normativo…

Por decirlo más claro, la ciudadanía cree, con Montesquieu, que "no son sólo los crímenes los que destruyen la virtud, sino también las negligencias, las faltas, una cierta tibieza en el amor de la patria, los ejemplos peligrosos, las simientes de corrupción; aquello que no vulnera las leyes, pero las elude; lo que no las destruye, pero las debilita".