Aunque no es probable que George Orwell figure entre sus autores de cabecera, el líder del PP Mariano Rajoy acaba de afrontar la enésima secuela del motín que ha instalado una rebelión casi permanente en la granja de los conservadores. Sitiado por la negra sombra del Bigotes, por las espantadas de Aguirre, por el hiperalcalde Gallardón, por el valenciano Camps y hasta por su mentor José María Aznar, Rajoy volvió a usar el manual para casos de crisis que ya había utilizado hace un año tras su derrota en las elecciones.

Al igual que entonces, Rajoy ha mantenido durante unos días el secreto de sus intenciones, por más que –paradójicamente– recurriese a los segundos de a bordo para anunciar un "duro" discurso destinado a poner orden en el cada vez más alborotado gallinero de su partido. Un corral en el que, contra todas las leyes de la granja, el número de gallos que alzan la cresta y lanzan quiquiriquíes al aire da la impresión de ser más que el de las gallinas.

Fácil resulta entender que una situación de alboroto como la que vivía en los últimos meses el partido conservador irritase particularmente al hombre de orden que es, en esencia, el registrador de la Propiedad Mariano Rajoy. De ahí que en su discurso ante el comité de mandamases del partido al que tan dificultosamente pastorea, el jefe cuestionado se reivindicase a sí mismo con los números de las últimas elecciones. Perdidas por segunda vez, eso sí; pero con más consolador resultado que el de la anterior derrota.

A partir de ese argumento que acaso parezca frágil a sus adversarios, Rajoy pasó a distribuir mandobles sobre las crestas de los sublevados que más habían asomado la cabeza en medio del guirigay. Inesperadamente castrista en las formas, el barbudo líder de la derecha pareció inspirarse en el tema de Carlos Puebla: "Y en eso llegó Fidel" que contiene entre otras la célebre estrofa: "Llegó el Comandante y mandó a parar". O, dicho en su menos lírico y mucho más burocrático lenguaje: quedan prohibidas las declaraciones públicas sobre asuntos internos del partido so pena de expulsión a las tinieblas exteriores. Esas a las que son arrojados fuera de las listas electorales los insurrectos que no complacen a quien tiene el poder de elaborarlas.

Se ignora si el golpe de autoridad, el puñetazo sobre la mesa o lo que se pretendiera que fuere la intervención de Rajoy ante sus desparejados pares tuvo la eficacia deseada por su autor. Bien es verdad que el nivel de cacareo ha bajado algún tono, pero ya de entrada trajo mal augurio el hecho de que una de las principales crestas en rebeldía –la de Esperanza Aguirre- estuviese ausente del foro por su propia y confesa voluntad.

Tampoco habrá de ayudar mucho ni poco a los propósitos sosegadores de Rajoy el silencio que –de momento- mantiene el Ausente por antonomasia, es decir: aquel José María Aznar que hace años le ungió sucesor en el cargo y ahora da indisimulables muestras públicas de haberse arrepentido ya de su elección. Las críticas de otros correligionarios no exceden la condición de mero fuego graneado de infantería frente al cañonazo que le lanzó el que fuera su mentor, bien oirán lo que dijo: "Para ejercer el liderazgo, no puede haber más que un líder".

Con Rajoy lo único que se sabe es que no se sabe nada. Parecía que iba a dimitir cuando salió cariacontecido al balcón de Génova en la noche de la segunda derrota electoral, pero quienes lo interpretaron así –y fueron muchos- no tardarían en valorar la complejidad psicológica del personaje. Despistó entonces a casi todo el mundo y ahí sigue, misterioso en sus designios como una esfinge.

Si de los gallegos suele decirse que nunca se sabe si suben o bajan la escalera, el perfil de Rajoy es todavía más intrincado. En su caso, lo lógico sería encontrárselo sentado en el rellano y fumándose un puro, en una perfecta alegoría de la pachorra (o la flema británica, según se vea). La paciencia es en efecto la característica que mejor define al líder de la oposición, por más que los últimos acontecimientos le hicieran abjurar de ella cuando afirmó que "Santo Job sólo hay uno". No se refería a sí mismo, contra lo que pudiera parecer. Pacientemente, sin prisa pero sin pausa, Rajoy fue edificando su carrera política desde la temprana presidencia de la Diputación de Pontevedra al desempeño de cuatro o cinco carteras ministeriales, con una escala intermedia en la vicepresidencia de la Xunta de Galicia.

Sin más que esperar a que llegase su turno, Rajoy lo ha sido prácticamente todo en la política española, salvo presidente del Gobierno. Parece lógico, si se tiene en cuenta que España es un país de opositores en el que siempre han gozado de gran predicamento los notarios y registradores de la propiedad, condición esta última que mantiene el por dos veces aspirante a primer ministro.

Ante el revuelo actual del gallinero, Rajoy podría haber invocado la frase de alerta que popularizó su inspirador y maestro en ambigüedades Pío Cabanillas. "¡Cuerpo a tierra, que vienen los nuestros!" solía decir su paisano y viejo zorro de la política cuando se producía alguno de los periódicos desbarajustes en la Unión de Centro Democrático. Pero lo cierto es que ni siquiera las sutiles argucias del Cabanillas que pronosticaba: "Vamos a ganar, aunque todavía no sabemos quiénes" fueron bastantes para evitar la desintegración de aquel partido que hacía aguas por todos sus barones. Más que una granja en rebeldía, aquello era un rancho del Oeste en el que todo el mundo disparaba contra todo el mundo y en especial contra Adolfo Suárez, a la sazón jefe de los vaqueros.

Por tentadora que resulte la analogía, poco tiene que ver sin embargo la situación de caos autodestructivo que desembocó en la extinción de UCD y la que ahora atraviesa el Partido Popular. Parecidas son, desde luego, las escenas de división interna, los navajazos a la yugular y la eclosión de barones con mando en plaza que entonces como ahora igualan la impresión de desbarajuste. Y aunque algo menos ensañado que en el caso de Suárez –al que rodeaban todos los puñales de Bruto-, el cuestionamiento de la autoridad de Rajoy evoca también las historias políticas de aquel tiempo.

Ahí acaban las similitudes. A diferencia de lo que ocurría hace treinta años, Rajoy –como cualquier otro líder partidario- cuenta con la inestimable ayuda del señor D´Hondt y del sistema electoral vigente, que pone en manos de la jerarquía de los partidos el arma de las listas de candidatos. Justamente eso es lo que ha esgrimido el pastor de la derecha ante la parte sublevada de su rebaño durante el último comité; y no hay razón para pensar que –al menos en principio– la advertencia fuese desoída.

Nada de ello impide que en el negociado de la política sigan existiendo, por orden de peligrosidad, los "adversarios, los enemigos, los enemigos mortales… y finalmente los compañeros de partido", según estableció en su día el histórico canciller alemán Konrad Adenauer. Acostumbrado a navegar por aguas turbulentas, no es improbable que Rajoy haya tomado en cuenta ese catálogo de oponentes en su propósito de sofocar –o al menos calmar- la rebelión que tiene montada en la granja. Otra cosa es que pueda vencer su inveterada propensión a la parsimonia o siga creyendo que a La Moncloa se llega por concurso-oposición y acopio de trienios. La granja se lo comería.