Tanto Savater como Gabilondo, ahora ministro de Educación, tienen parte de razón cuando afirman que la filosofía no sirve para aplacar conciencias o para tranquilizar las mentes. Muy al contrario, el ejercicio del pensar se dirige, justamente, a despertar, a crear más dudas, a no conformarnos con lo dado. Claro, esta actividad, llevada hasta sus últimas consecuencias nos puede conducir a la exasperación del pensamiento, a sospechar las 24 horas del día. La filosofía, en efecto, también ha servido de consolación. Sin embargo, el placer que uno experimenta con la lectura de ciertos filósofos tiene más que ver con el insomnio que con la modorra. El insomnio del pensamiento es ese estado de permanente alerta, siempre al acecho, vigilante. Por esa senda podemos alcanzar una suerte de embriaguez filosófica sin aditivos. El propio pensamiento segrega sus propias sustancias estupefacientes. Nos sobran drogas exógenas. Para conciliar el sueño podemos servirnos de varios fármacos que nos instalarán, si son eficaces, entre los brazos de Morfeo. Siempre he dudado de ese dicho que dice: hay que tomarse las cosas con filosofía, cuando lo que se quiere en verdad insinuar es que hay que tomarse las cosas con serenidad. Que se lo digan a Gustavo Bueno, y luego hablamos. Por supuesto, que pensar cansa lo suyo, que poner en entredicho ciertos enunciados que nos endilgan como verdaderos también fatiga el cerebro. Y, claro, siempre dan ganas de arrojar la toalla, de renunciar y decir: vale, aquí lo dejo. Los que hemos estudiado filosofía sabemos que ésta es una disciplina –disciplina de la indisciplina, decía un profesor mío– que no nos abandona así por las buenas. La alejamos de nosotros durante un tiempo, pero siempre regresa a darnos la vara para que no caigamos en la molicie del cacumen. La filosofía, tan maltratada por las instituciones, gobiernos de turno y planes de estudio, sigue ahí, a ratos agazapada, pero siempre dispuesta a emerger de sus cenizas. Estoy con Deleuze cuando afirma que la filosofía no es una serie de reflexiones sobre algún tema o cuestión, pues para reflexionar no necesitamos de ella. La filosofía, dice el filósofo francés, tiene más que ver con el arte y la creación. Y con esto conecta con el espíritu nietzscheano, que aborrecía a los filósofos de salón y cátedra para aliarse con los filósofos que sabían cantar y bailar, y ya no digamos volar.

Por eso celebro que tanto Savater como el ahora ministro Gabilondo coincidan en este punto: la filosofía no es un catecismo o un breviario de consolación, sino la espoleta del pensamiento, ese pensamiento que no debe descansar, sino que siempre tiene que estar en activo, de guardia, sacudiendo el muermo de la polis. Evidentemente, la filosofía tiene poco o nada que ver con esa historia de la filosofía que nos hicieron mamar en su momento, un anodino rosario de filósofos, una alineación casi futbolística que va de Platón a Wiitgenstein, por poner dos ejemplos. Se trata, más bien, de articular el pensamiento de estos pensadores con el nuestro. Pensar desde y a través de ellos y, lo que es más difícil, que nos incumban sus inquietudes y sus propuestas para incorporarlas a nuestra existencia. El viejo dicho que afirma que la filosofía no sirve para nada y, por tanto, ahí radica su libertad también habría que ponerlo bajo sospecha. La idea es buena, pues quiere dar a entender que la filosofía no sirve a nadie. Hace más de 20 años me apunté a ella con ese espíritu, para no servir a nadie. Tremendo plan. Sin embargo, en algunas empresas estadounidenses empezaron a contratar a licenciados en filosofía. No saben el peligro que corrían al incorporar un marciano a su plantilla de trabajadores. Pero, en fin, por algo se empieza. O por algo se acaba.