Los españoles vivimos, felizmente, en una de las más depuradas "sociedades abiertas", en las que, de acuerdo con Henri Bergson, el sistema político es transparente y flexible, rigen las libertades clásicas y los grandes derechos humanos, y el conocimiento es patrimonio de todos.

En estos modelos pluralistas, democráticos, los partidos políticos son la herramienta insustituible de formación de la voluntad popular y el principal instrumento de participación política de la ciudadanía (así lo reconoce la Constitución española de 1978 en su artículo 6). Pero para que estas organizaciones desempeñen realmente las funciones que se les atribuye, es preciso que sean democráticas, plurales, transparentes y flexibles. Y a este respecto, desde el análisis efectuado por el sociólogo Robert Michelsen sobre el funcionamiento del Partido Socialdemócrata alemán (SPD) en los primeros años del siglo XX, sabemos que en toda organización tienden a generarse tendencias oligárquicas. La única forma de contrarrestarlas es estableciendo mecanismos de democracia interna.

Sin embargo, nuestra normativa electoral, cuyas líneas maestras se dibujaron por cierto antes de redactarse la Constitución, veta en la práctica esa democracia interna que es vital para la oxigenación de la vida pública y que, paradójicamente, toda la clase política dice desear. En efecto, como Rajoy ha recordado en su intervención del martes, las listas cerradas y bloqueadas otorgan al aparato de los partidos un poder absoluto sobre sus organizaciones, lo que les permite limitar férreamente las discrepancias, abortar las disidencias y limitar por completo la amplitud de los disensos.

Es muy natural que los partidos se protejan contra las rebeliones malintencionadas, los caballos de Troya que dinamiten desde dentro la estabilidad de las formaciones, pero la realidad es que el pluralismo interno de nuestros partidos es inexistente. Lo que conduce irremediablemente a una triste evidencia: los partidos son en realidad máquinas asépticas de lucha por el poder y no residencias de la creatividad política y del debate ideológico. Todos los intentos de crear familias, corrientes o tendencias en el seno de los partidos españoles han acabado en fracaso. Y resultaría inconcebible en nuestro Parlamento que el voto en conciencia se generalizase.

Es obvio que la crisis que ha atravesado el Partido Popular por los problemas en Madrid y Valencia no ha sido en absoluto un conflicto de ideas sino el reflejo de una lucha solapada por el poder interno. Naturalmente, esta situación no es exclusiva de la derecha: todos los partidos están presos en el mismo corsé rígido y paralizante. Y la opinión pública, que ha ido adquiriendo perspicacia a medida que avanzaba el desarrollo democrático, se irrita con razón cuando ve que, cuando problemas sobrecogedores afectan al país, los partidos y los políticos son incapaces de debatir soluciones: tan sólo se preocupan verdaderamente de su propia instalación.

Pérez Galdós y Blasco Ibáñez encabezaron en los años treinta un manifiesto en el que se decía que todos los políticos pertenecen a "ese linaje de ambición que concita el rencor torvo y airado de todo un pueblo". No sería aventurado presumir que, al menos en parte, aquella realidad se reproduce hoy en ciertas esferas de la política.