La firma del último euroescéptico al que había que convencer, Václav Klaus, ha supuesto el camino libre para que la reforma europea pactada en el Tratado de Lisboa logre por fin entrar en vigor. La derrota del presidente Klaus, cuya voluntad en contra de una Europa que fuese más allá del puro artificio le llevó a desafiar al resto, supone un hermoso tributo a la separación de poderes de Montesquieu. El ánimo de Klaus tuvo que ser forzado a golpe de mandato parlamentario y auto del Tribunal Constitucional checo –los poderes legislativo y judicial contra el gobierno ejecutivo– aunque semejante victoria sea, por el momento, poco más que un símbolo. A la Europa unida, a esa institución que, al decir de Václav Klaus, suponía el final de Chequia y de todos los demás países de la Unión como Estados soberanos, le falta aún más de un hervor. Tal vez nada muestre mejor la cabezonería de Klaus que el hecho de que, a menos de un mes de la supuesta entrada en vigor del Tratado de Lisboa, todavía no se haya llegado a un consenso para saber quién habrá de presidir de forma permanente el Consejo Europeo. Eso es muy parecido a decir que no se conoce cómo será la cabeza visible de la Unión. La figura de un líder europeo permanente es, como se sabe, una figura de nuevo cuño destinada a terminar con las presidencias por turno que duraban un semestre. Pero, ¿cuál será la verdadera función de un prohombre así? ¿Lo sabe algún ciudadano de a pie en Europa?

Por no saber, ni siquiera se sabe cómo llamarle. Jefe de Estado no lo será; Emperador sería excesivo. Las federaciones y confederaciones tienen un presidente, sin más, pero el hecho de que al europeo haya que añadirle la etiqueta de "permanente" pone de manifiesto muy bien lo raro del cargo. Permanente suena a lo contrario de provisional, fugaz o como se quiera denominar a los que ven cómo se les mueve la silla de continuo. Una república bananera no contaría con muestra mejor para los vaivenes.

Pero si no se sabe muy bien lo que va a haber en la nueva Europa por arriba, tampoco queda muy claro el resto que llega hacia el suelo. El proceso largo, tumultuoso y lleno de sustos de refrendo del Tratado de Lisboa ha llevado a la necesidad de comprar la voluntad de los escépticos, de los contrarios a una Europa en verdad unida, echando agua y más agua a un café ya de por sí muy flojo. Nadie ignora que la política es el arte de lo posible y siendo así la constitución europea que ha quedado, con todas sus limitaciones, es la mejor que podía salir. Pero será necesario ahora un rodaje muy largo hasta que Europa tenga lo preciso: una Carta Magna de verdad, de las que comprometen en serio; un presidente sin etiquetas elegido por todos los ciudadanos; una administración común en todas las materias que forman parte de cualquier Estado que se precie, desde las monetarias a las militares. Entretanto, los europeos tenemos ya la hojarasca. Con gentes como Václav Klaus, no puede decirse que sea poco.