Cuando la política se ha convertido en un cenagal (¿o ya lo era y, gracias a unos hiperactivos medios de comunicación, ahora no pasa desapercibido?). Cuando al mirar a un lado del espectro político uno se acuerda de Forrest Gump (pero sin sentido común), y al mirar al otro viene a la memoria Sartre (por aquello de la nausea). Cuando los sentimientos provocados por ambos lados de ese espectro (en el más amplio sentido semántico) son periódicamente intercambiables entre sí. Cuando amiguetes y amiguitos de algunos cargos públicos –aderezo de todos los saraos sociales–, se lucran presuntamente gracias a las prebendas y el "Hoy por ti, mañana por mí", siempre junto al sol que más calienta, y a costa de un dinero público que podría destinarse (como dice de forma gráfica una conocida mía) "a pagar piernas ortopédicas" o, sin ir más lejos, a rehabilitar edificios de viviendas. Cuando algunas altas torres se resisten a reconocer la realidad, aduciendo que se les cita judicialmente como imputados "para conocer su opinión". Cuando unos pocos –y con escasa representación electoral– pueden poner en jaque a gobiernos nacionales o autonómicos. Cuando esos ejecutivos ceden al chantaje con tal de seguir en la poltrona, "porque si no, vienen los otros, y a ver que hago yo sin mi cuota de poder, que ya me tocaba y, con lo que me ha costado, no voy a soltarla tan fácilmente". Cuando todo ello está trufado de un lenguaje "políticamente correcto" que da asco, y de un hablar sin decir nada que –aún siendo patrimonio común de la clase gobernante/alternante– ha alcanzado cotas de desvergüenza tan altas como un "ochomil". Cuando lo que mas sigue vendiendo son los discursos vacíos y las sonrisas huecas como rictus. Entonces se comprende la frase del siempre lúcido Eduardo Punset: "Los hombres movidos por ideales dejan de interesarse por la política".

Porque lo malo de la actual situación no es esa mediocridad que –salvo honrosas y contadas excepciones– impregna a nuestra casta política desde hace algunos años (y así nos va). Lo verdaderamente desolador es pensar por un momento en la cantidad de hombres y mujeres honrados, capaces de dedicar parte de sus existencias a trabajar para mejorar la sociedad, pero a quienes la hediondez de los manejos generalizados en la res pública a nivel político hace que decidan abandonar o ni se planteen participar. Se produce entonces un efecto espiral en el que los honestos son desplazados por la fuerza centrífuga de sus escrúpulos morales alejándoles del epicentro político, mientras que muchos de los que tienen más laxas sus conciencias avanzan merced a una fuerza centrípeta que les atrae fatalmente (para nosotros) hacia el poder. No pasa sólo en alta política. También ocurre –a pequeña escala– en asociaciones, comisiones profesionales, y hasta en comunidades de vecinos.

Uno ha crecido leyendo literatura de piratas y corsarios (Sir Francis Drake, entre ellos), y, gracias a alguna de esas obras, además de la lectura de la historia de hace algunos siglos (con sus glorias y también miserias), adquirió en sus años mozos una cierta antipatía instintiva hacia la Pérfida Albión, solo curada parcialmente al residir posteriormente en Londres (primero por estudios, fugazmente por trabajo, y algunas más por ocio). Pero ese sentimiento residual (paulatinamente matizado por el convencimiento de que toda generalización es injusta) llegó a desaparecer completamente el otro día cuando escuché a un candidato británico a primer ministro (lo de menos es de qué ideología, sólo quiero fijarme en el gesto) afirmar públicamente ante su auditorio que, si llegaba al gobierno, adoptaría toda una ristra de medidas (que detalló) a cual más difícil e impopular. Es decir, que ¡sin haber llegado al gobierno todavía (y parecía que con ánimo y verdadero deseo de hacerlo)! afirmaba entre otras cosas que iba a congelar salarios, subir los impuestos, y otros "cocos" de similar índole. Algo que aquí le costaría buena parte de sus opciones de triunfo. Sin embargo, según las encuestas, sus conciudadanos, los electores que pronto participarán allí en las elecciones generales, parecen apreciar tanta sinceridad.

¿Seremos nosotros capaces algún día de preferir esa sinceridad (por difícil que sea la realidad que pongan delante de nuestros ojos), a las promesas de "mundo feliz" (versión Huxley) y su habitual e intencionada dulcificación –cuando no, directa ocultación– de la verdad? Ese día –cuando llegue– sí que se habrá producido un acontecimiento "planetario". Y más de un mangante (y "manganta") tendrá que dedicarse a otra cosa.

(*) Abogado