Érase una vez un matrimonio de condición humilde. Él era obrero en una gran fábrica y ella limpiaba en las casas de algunos vecinos. Tenían dos hijos de edades parecidas; mucha gente creía, al verlos por primera vez, que eran gemelos. Su educación no presentó incidencias significativas hasta que un día el mayor cumplió los catorce años y dijo a sus padres que quería estudiar, ir a la universidad y ser ingeniero. El muchacho era inteligente y, sobre todo, tenía una gran fuerza de voluntad. Su padre estaba encantado; siempre había visto a los ingenieros de su fábrica como seres de otro mundo. El muchacho se esforzó duramente y pudo terminar la carrera gracias a que siempre estuvo becado. Cuando terminó, consiguió un trabajo de baja categoría en la misma fábrica de su padre y lentamente, con tesón y con verdaderos esfuerzos, fue ascendiendo en el escalafón de la empresa. Después de veinte años de duro trabajo alcanzó la categoría de ingeniero jefe de producción; un trabajo de gran responsabilidad con un buen sueldo. Pero unos pocos años más tarde, la empresa cambió de dueños y por razones misteriosas decidieron suprimir su puesto. Ofrecieron una jubilación anticipada a nuestro ingeniero, junto con una generosa indemnización. Como ya había pagado la hipoteca de su chalet adosado, se vio, con poco más de cincuenta años, sin obligaciones y en una posición desahogada. A partir de aquel momento se dedicó a coleccionar sellos, una afición anterior a la que nunca había podido dedicarse.

Cuando su hermano cumplió los catorce años dijo que no quería estudiar más y pidió a su padre entrar en la fábrica. Pero no quería ser obrero; consiguió entrar en las oficinas. También era inteligente, pero nunca se molestó mucho; en cuanto pudo, compró su primer ordenador. Todo el tiempo que no estaba en el trabajo, lo pasaba conectado a la red. Aprendió bastante informática hasta el punto de comprender sin dificultad el significado de los movimientos que veía cada día en los ordenadores de su lugar de trabajo. La noche del día que cumplió los dieciocho años entró subrepticiamente en las oficinas y la pasó entera trabajando sin cesar frente a una de las pantallas. Allí lo sorprendieron a la mañana siguiente y cuando le pidieron explicaciones, contestó que simplemente había estado explorando la red.

La empresa sometió los ordenadores a un análisis que no reveló nada de particular. Pero el análisis tuvo que repetirse con mucho más cuidado cuando al cabo de una semana diversos proveedores denunciaron que sus cuentas habían sido saqueadas. Tampoco encontraron huellas de ninguna actividad anormal, pero el hecho indudable era que faltaban varios cientos de millones. Denunciaron al muchacho y cuando lo llevaron a juicio, sólo obtuvieron una obstinada declaración de inocencia. Nadie lo creyó y lo condenaron por estafa a veinte años de cárcel. Del dinero, no se supo nada

En la cárcel, el muchacho mostró en comportamiento ejemplar. Obedeció todas las órdenes, trabajó en los talleres, en la limpieza y en su tiempo libre pidió estudiar una carrera. Le entregaron un ordenador, terminó el baciller y, matriculado en la universidad de educación a distancia, obtuvo una licenciatura en ciencias económicas. A la vez, se las arregló para aprender inglés y alemán. Su buena conducta le permitió conseguir todas las reducciones de condena y ocho años más tarde, con veintiséis (casi al mismo tiempo que su hermano terminaba la carrera), le dieron libertad condicional. Finalmente, a los treinta años, consiguió la definitiva. En aquel momento, oficialmente redimido y en paz con la justicia, obtuvo pasaporte y salió de viaje.

Ni sus padres ni su hermano (que por entonces aún estaba ocupando un puesto medio en la empresa) volvieron a saber nada de él hasta que, unos años después, cuando el padre se jubiló, recibió unos billetes de avión en primera clase para dar una vuelta al mundo con la madre y con todos los gastos pagados. Cuando pararon en una isla del Caribe, su hijo los recibió en el aeropuerto con una limusina. Paseó por toda la isla a sus padres asombrados ante la belleza de los paisajes, la selva de palmeras y las playas. De vez en cuando, alguien llamaba por teléfono. El muchacho contestaba con lo que parecían órdenes en idiomas diversos.

Cuando los padres volvieron, un agente de la propiedad los recogió en el aeropuerto y les mostró precioso ático en uno de los mejores barrios de la ciudad. Había sido adquirido para ellos.

A partir de aquel momento todos vivieron felices muchos años. Bueno; al mayor aún le quedaban veinte años de trabajo en su empresa hasta que, como explicamos más arriba, lo jubilaron. Pero también fue muy feliz.

(*) Catedrático de Fisiología de la UIB