La tragedia vivida en la madrugada del pasado lunes en el Camp den Serralta de Palma ha llevado a muchos ciudadanos a preguntarse sobre la seguridad de sus casas. Quieren irse a dormir con la certeza de que su vivienda no se hundirá y sin el temor a perder la vida sepultados por escombros. ¿Puede eso asegurarlo alguien? No es habitual que un edificio habitado se hunda y provoque la muerte de siete personas, pero sí, desgraciadamente, que partes de un edificio se vengan abajo o que aparezcan peligrosas grietas, tal como, a modo de secuela, ha sido reiteradamente denunciado a lo largo de esta semana. Una situación que ha puesto en entredicho a los servicios técnicos municipales, incapaces por falta de medios, o de amparo legal, de atender todas las necesidades y asegurar que la ciudad sea habitable. El aplazamiento de la exigencia de pasar la ITE (Inspección Técnica de Edificios) para construcciones no centenarias fue, sin duda, una grave equivocación, que se añade a los atrasos en la aprobación o aplicación de leyes como la de la Vivienda y la de Barrios.

Han muerto siete personas. Eso es lo irreparable. ¿Quién o quiénes tienen la culpa? Las dudas sobre las causas del hundimiento revelan un total desconocimiento sobre el estado de conservación de este edificio y sobre la situación en la que probablemente están muchos más que, afortunadamente, siguen en pie. Digamos, de entrada, que la responsabilidad sobre la conservación de los edificios es compartida entre los propietarios, en primer lugar, quienes los habitan y la Administración a fin de detectar cualquier irregularidad que pueda afectar a su estructura. Los propietarios tienen la obligación de realizar cuantas obras sean necesarias para garantizar la seguridad, pero es la municipalidad la que ha de vigilar para que esto se cumpla. En este sentido, la tragedia del Camp den Serralta supone un fallo imperdonable por muy difícil o imposible que pareciera su prevención.

En los últimos años se han llevado a cabo múltiples estudios urbanísticos y sociales sobre Palma y su evolución reciente, pero quizás no los necesarios sobre su realidad física: la de un ensanche cuyos edificios están envejeciendo prematuramente. El Camp den Serralta no es una barriada marginal, como lo demuestra que entre las víctimas hubiera una familia colombiana, otra mallorquina y una pareja de jubilados alemanes, todos perfectamente integrados. Es decir, que era el reflejo de la heterogeneidad de una Palma que creció desmesuradamente, y muy aprisa, a partir de finales de los años cincuenta, cuando lo importante era construir sin reparar en la calidad, ni en la seguridad de los edificios, tal como se hizo patente con la aluminosis. Ésta es la realidad a la que ahora nos tenemos que enfrentar.

Tras la Palma turística que conoce todo el mundo existe otra Palma desconocida salvo para quienes la habitan. El Camp den Serralta es uno más de estos mundos encerrados en sí mismos e ignorados para el resto de la ciudad. Hay que terminar con esta situación. Habrá que extremar la vigilancia no sólo para asegurar la tranquilidad de las calles sino para garantizar que las grietas no se tapen con simples capas de pintura.