La distribución en España del film-documental de Claude Lanzmann, Shoah, es sin duda uno de los acontecimientos culturales del año. Cuando fue estrenado, a mediados de los ochenta, la crítica especializada lo catalogó como una obra maestra sin parangón en el retrato de la memoria. Al respecto, Jean-François Forges escribió: "Cuanto más pasa el tiempo, más profundamente se inscribe Shoah, la película más desgarradora jamás realizada contra el olvido, en la eternidad de las obras maestras y se integra en la memoria de la humanidad". Sin memoria, diríamos, no hay recuerdo de las víctimas ni verdad que señale con su dedo el crimen o la injusticia. Dejar hablar a la memoria es, por tanto, el primer requisito de la justicia. No el único, pero sí el primero. Y así, al reflejar la inocencia frente al rostro del mal, adquiere un film como Shoah su dimensión mítica, al igual, por ejemplo, que la obra de Primo Levi, la correspondencia de Etti Hillesum, los ensayos de Jean Améry o el álbum fotográfico de Lili Jacob que, no hace mucho, pudimos contemplar en Madrid. El Holocausto como un icono de la modernidad, como el símbolo de la medianoche de la historia que alcanza nuestra época y la define en su oscuridad.

Puesto que no puede haber paz sin justicia, ni un presente que no se enraíce en las sombras del pasado, el redescubrimiento de la memoria nos remite a lo mejor de la tradición cultural del judeocristianismo. En sus tempranas Consideraciones intempestivas, Nietzsche buscaba la aniquilación de la memoria, que consideraba una rémora para la fuerza vital, para la pujanza del hombre. Shoah nos enseña lo contrario, a saber: que el recuerdo del testigo es la semilla de la verdad y de la justicia. Se podría hablar, otros muchos lo han hecho, del papel de la memoria en los campos de exterminio o en las cárceles o en los zulos del terror y de qué modo la dignidad humana sobrevive en el recuerdo de la belleza o de un acto de amor. La cohesión del individuo y de la sociedad es lingüística y, por eso, las ideologías totalitarias han buscado siempre recrear el pasado acallando a las víctimas.

La memoria, sin embargo, corre también el riesgo de ser idolatrada. Es requisito de la verdad, pero ella sola no es la verdad ni la justicia. En ocasiones, los matices son difíciles de captar, pero sin nudos ni matices no hay pensamiento. La identidad, en cierto modo, es resultado del despliegue del propio pasado. Los mejores pensadores de la memoria histórica han reflexionado sobre ello. Hay una memoria que disuelve las aristas de la identidad, que dialoga en sociedad, dispuesta a escuchar la voz del Otro y la de su propio recuerdo de la injusticia; y hay otra memoria que, en nombre de la verdad, se emplea como ariete, como un arma en contra de los que piensan distinto. En este sentido, los conflictos nacionales, los odios interétnicos y religiosos nos enseñan algo: cultivar la memoria del dolor (propio y ajeno) y no la del odio es puro sentido común.