Mañana, 31 de julio, se cumplen cincuenta años del nacimiento de ETA. Aquel día de 1959, Ekin –"acometer", en euskera–, una organización juvenil universitaria nacida siete años antes en Bilbao, después de una aproximación fallida al PNV, se convertía en Euskadi Ta Askatasuna (ETA), ultranacionalista, partidaria de la "acción directa" y calcada de los muchos "movimientos de liberación nacional" que por aquellos años abundaban en todo el mundo. De inmediato, mostró una inclinación izquierdista que la distanció de la tradición conservadora y católica del PNV; la II Asamblea de ETA (Bayona, 1963) remarcó sus afinidades con el comunismo y acuñó un irreal etnicismo izquierdista. El PNV explicitó su desmarque de ETA en 1964, repudiando de paso los métodos violentos del grupo emergente, que aún estaban por cierto en mantillas.

Pese a la naturaleza criminógena de ETA, su lucha contra la dictadura y sus proclamas antifascistas le atrajeron la simpatía de la oposición democrática al franquismo e incluso de los regímenes democráticos occidentales, incluido el francés, que le dio cobijo y acogida. Pero, contra toda lógica, la instauración de la democracia en España en 1977 y la concesión de amplias amnistías durante la Transición no supusieron el fin de su activismo, que se convirtió en abyecto e irracional terrorismo. Lejos de cesar en su utópica propensión revolucionaria, ETA fue un pesado lastre para la construcción democrática de este país, y, junto a la extrema derecha, formó una siniestra "pinza" que a punto estuvo de impedir el pleno arraigo de los designios liberadores que han ubicado a España en su contexto europeo. El cuartelazo del 23 de febrero de 1981 fue la consecuencia más clara de aquella convergencia entre dos iluminismos.

El resto de la historia es conocido. Las tres décadas de desarrollo democrático español, que ya fue claramente irreversible desde principios de los ochenta, han estado jalonados de muerte y desolación por la acción fanática de los terroristas etarras, que han rechazado por tres veces la posibilidad de poner fin a su delirio homicida mediante un pacto con el Estado que hubiera supuesto el cierre definitivo de una aventura que desde hace mucho tiempo no conduce a ninguna parte. Casi mil muertos constituyen el saldo absurdo de un fanatismo irredentista que, poco a poco, ha ido deslizándose hacia la delincuencia común, hacia la pura supervivencia vegetativa de unos cuadros armados que viven de la extorsión, que han hecho del asesinato su medio de vida y que ya no alientan ideal alguno.

Con el cambio de milenio, la democracia española ha dado los dos últimos pasos decisivos en el combate contra ETA: de un lado, la Ley de Partidos ha excluido de la sociedad y de las instituciones a los grupos políticos que han alentado y acompañado al terrorismo; de otro lado, el tercero y último "proceso de paz", fallido como los anteriores, ha terminado de convencer a las fuerzas políticas españolas de que ya ni siquiera tiene sentido plantear la lucha contra la violencia de este modo: el aislamiento social, la lucha policial y la cooperación internacional son las únicas vías practicables para estrangular definitivamente a una ETA extenuada y agonizante que, claramente, se encuentra al borde de la extinción.

Pese a su debilidad, ETA quiso "celebrar" ayer su aniversario con un coche bomba que milagrosamente no provocó víctimas mortales, pese a que los asesinos no advirtieron previamente del atentado. Su brutal acometida no conserva ni un gramo del subjetivo halo romántico que pudo adornar hace medio siglo a la organización. Por lo tanto, ya no cabe ni siquiera el análisis político en la aprehensión de este hecho criminal. ETA sigue abocándose hacia la nada, y el Estado no tiene a este respecto otra tarea que redoblar el esfuerzo policial y diplomático para que la vacilante llama se apague definitivamente.