En uno de sus cuentos, John Cheever hablaba del trágico olor de las aguas del puerto de Nueva York. Ahora estoy mirando las acuarelas que John Singer Sargent pintó en el puerto de Palma, hace algo más de cien años –fue en el verano de 1908–, y reconforta comprobar que ese puerto no tenía nada de trágico ni de desagradable. Es probable que el agua estuviera tan sucia como la de cualquier otro puerto –como el de Nueva York en la época en que Cheever escribió su relato, por ejemplo, pero parece un agua tan limpia que a uno le entran ganas de darse un chapuzón. En una de las acuarelas se ve a dos niños que acaban de darse un baño y se han sentado sobre los ganchos de un ancla. Podemos imaginar que esos niños son hijos de pescadores de Son Alegre. Podemos imaginar que no hay nada alegre ni afortunado en su vida. Podemos imaginar que han estado todo el día descargando pescado. Y podemos imaginar que nada en su vida cambiará, y que cuando tengan cincuenta años –si llegan a cumplirlos–, seguirán remendando redes y descargando pescado. Da igual. Mientras estén ahí, semidesnudos y chorreando agua y sentados en un ancla, esos dos niños son la prueba innegable de la felicidad.

Yo no sabía que Sargent hubiera estado en Mallorca, hasta que recibí el volumen de Meredith Martindale editado por el Ayuntamiento de Palma. Ahí he visto las acuarelas del puerto, y también los óleos que Sargent pintó en Valldemossa, donde pasó el otoño de 1908 en un caserón llamado Can Mossenya. Por entonces tenía 52 años. Era un retratista famoso –el americano exiliado en Europa que pintaba a la alta sociedad–, pero había cerrado su estudio de París porque se había cansado de pintar retratos. Según dijo, no soportaba aparentar que era feliz cuando se sentía desdichado. Quizá hubo otras razones, que nunca sabremos porque la vida privada de Sargent fue un misterio. Nunca se casó ni se le conocen amoríos. En Mallorca estuvo con su hermana y una amiga (de su hermana). Henry James, que también vivió como un recluso emocional, dijo de Sargent que era tan hermético que ni penetraba ni se dejaba penetrar por nadie (y lo mismo, por cierto, podría haber dicho de sí mismo).

El caso es que Sargent fue un pintor irregular. Muchas de sus obras son simples encargos decorativos. Otros retratos son extraordinarios, como el que Sargent le hizo a Stevenson y a su mujer en la casa que la pareja tenía en el sur de Inglaterra. Otro gran retrato es el que le hizo a Henry James, en el que se aprecia el ligero estrabismo que tenía el escritor. De los cuadros que Sargent pintó en Mallorca también puede decirse lo mismo. Algunos son recargados y manieristas. Otros son obras maestras, como el que pintó de su hermana y su amiga cubiertas con mosquiteros en Can Mossenya.

Mi madre me contó una historia sobre Can Mossenya que parece una trama de Henry James, con dos hermanas solteronas y unos buscadores de herencias, y por eso me alegra saber que el hombre que pintó su retrato viviera allí. En Valldemossa, por cierto, la gente dice Can Mossenya y no Son Mossenya –como se dice en el libro–, pero ya sé que estoy entrando en terreno peligroso. Si se hiciera una encuesta en Valldemossa sobre el nombre correcto de ese hermoso caserón –en el que también se hospedó el joven Borges once años más tarde–, estoy seguro de que saldrían tantos partidarios del "Son" como del "Can". Quizá hasta podrían llegar a formarse dos facciones irreconciliables. De hecho, las diferencias políticas que hay en Valldemossa –y quizá en toda Mallorca– son tan sutiles como las que podría haber entre los partidarios de decir Son Mossenya o Can Mossenya. Pero esta digresión política ya no es una trama de Henry James, sino de Miguel Villalonga, y no era de eso de lo que quería hablar.

Lo que me interesa es la entrevista con Sargent que publicó este mismo periódico cuando se llamaba "La Almudaina". Hablando de Mallorca, Sargent decía una cosa que me ha gustado tanto como sus vistas de Can Mossenya (¿o era Son Mossenya?): "En vez de conquistar al turista indiferente y trashumante, yo atraería aquí a todos los grandes contempladores y enamorados de la naturaleza, cada día más incompatibles con los gustos de esos rebaños traga–leguas". Eso fue en 1908, cuando apenas había turistas indiferentes ni rebaños traga–leguas, así que este turista indiferente que soy yo le da las gracias al pintor Sargent, aunque sea con un siglo de retraso.