Hace bastante tiempo, tuve el placer de visitar la primera gran exposición dedicada al pintor Barceló en mi ciudad natal. Barcelona. Recuerdo que en aquella ocasión me acompañaba un viejo pintor amigo mío, cuyo nombre silenciaré, que se asombró mucho más de mi pasmo hacia la obra del pintor mallorquín que de la obra en sí. Y, con la sabiduría que sólo dan los años, estuvo observándome de reojo un buen rato, en silencio, atento a mi entusiasmo desbocado. Al salir del museo, ya en la calle, emitió su veredicto: "Bueno, no está mal. Este chico es un cruce bastante pulido entre Tapies y Kiefer". Confieso que me quedé de una pieza. En aquella época conocía bien a Tapies, entre otras razones porque algunos amigos modernillos de mis padres tenían cuadros suyos colgados del salón o del comedor de sus casas. Pero del tal Kiefer, lo confieso, nada de nada. Así que me puse a olfatear su rastro, siguiendo las pistas de mi amigo, hasta que me encontré con el pintor más importante de los últimos treinta años.

Ya en Francia, mis pesquisas dieron frutos más jugosos. Allí Anselm Kiefer (Alemania, 1945) era un artista muy apreciado -no sólo por residir en el sur del país- sino porque exponía con cierta regularidad. Y, sobre todo, porque su obra se sustentaba en diversos pilares de la tradición cultural europea, especialmente la literatura. Dicha tradición era, sobre todo, germánica: Goethe, por ejemplo, o Heidegger, o una pareja de poetas tan sutil y atormentada como Paul Celan e Ingebor Bachmann. En todo caso, lo interesante para mí fue constatar que mi amigo tenía razón, es decir, que la huella de Kiefer sobre Barceló era tan grande y evidente que, por si aún me quedaba alguna duda, abandoné para siempre esa idea según la cual la obra de arte es fruto del ingenio de un solo individuo. O mejor dicho, que ese individuo crea de espaldas a la Historia y al quehacer de sus contemporáneos. Es verdad que había diferencias entre maestro y discípulo. Pero el vigor y densidad de la pincelada, la mezcla de materiales, la aproximación al hecho pictórico, la síntesis perfecta entre modernidad y tradición (un comodín, por cierto, bastante cargante como concepto), la presencia de la naturaleza, el grosor, sobre todo el grosor, eran casi idénticos. A la grisura nórdica de Kiefer, a su paleta arrebatada y monocromática, Barceló había añadido nuestro rico frutero mediterráneo. Poco más.

Esta semana, se ha inaugurado en Es Baluard la primera muestra individual dedicada a Kiefer en Baleares. A simple vista la muestra carece de la excelencia de la del Museo Guggenheim de Bilbao, hace un par de años. El período de la obras elegidas tampoco corresponde a la época que tanto influyó en Barceló. No importa. Estoy seguro de que será una de la grandes citas del año. Si alguien piensa aún que el hacedor de la Cúpula de Ginebra nació por generación espontánea, que se dé una vuelta. No va a creérselo. Un cuadro basta.