El más alto tribunal jurisdiccional del Estado acaba de dictar sentencia rechazando con la contundencia debida la pretensión del empresario Pedro Serra de que Diario de Mallorca, el periodista Josep J. Rosselló, el escritor y articulista Eduardo Jordá y quien esto firma fuésemos condenados por las críticas que vertimos en su día contra la gestación del museo del Baluard. Entendía el demandante que en nuestros artículos habíamos lesionado su honor.

Han tenido que ser tres tribunales en cuatro años, -el de primera instancia, la Audiencia y ahora y definitivamente el Supremo- quienes hayan advertido al dueño de Ultima Hora y Balears de que el trabajo hecho por este rotativo es impecable y que las opiniones vertidas en el contexto de la polémica del Baluard están amparadas por nuestro derecho -y desde la óptica periodística, deber- a la crítica.

Hay que recordar que el museo Es Baluard nació por iniciativa del empresario y la anuencia reverencial de todo el arco político, que pusieron en sus manos, sin ningún tipo de control, uno de los mejores enclaves de Palma y un presupuesto público multimillonario. A raíz de esta dádiva, nunca explicada satisfactoriamente por las instituciones (sus titulares huían cada vez que se les mentaba la bicha), la gestación se convirtió en un proceso de delirante opacidad, con incumplimientos de estatutos, bailes de obras de arte, cesiones por donaciones, donaciones por préstamos, manipulación de cifras de visitantes y cualquier otro despropósito que puedan imaginarse. A costa, eso sí, del contribuyente. El escándalo concitó el rechazo en sordina de la sociedad mallorquina. Quienes lo apoyaban públicamente en privado echaban pestes, salvo aquellos que buscaban medrar a la sombra del supuesto mecenas.

Cuando en la instancia anterior la Audiencia Provincial legitimó también la línea crítica de nuestro diario -en una sentencia con frases gloriosas como que ante el sospechoso silencio político, la prensa "se convirtió en un auténtico Parlamento de papel"-, el magistrado ponente tuvo que hacer frente a una persecución tan brutal por parte de los medios de Serra que hubo de intervenir públicamente la Sala de Gobierno del Tribunal Superior para amparar al ponente de la sentencia, por cierto, de reconocido prestigio profesional. Esto no es del siglo pasado, sucedía hace sólo dos años.

Ahora, el Tribunal Supremo vuelve a darnos la razón, basándose en lo que todo periodista debe, o debería, entender: que el demandante es un personaje de notoria proyección pública y mediática y que el interés general del caso debatido -la gestión privada de un bien público mantenido con el dinero de todos- es incontestable. Estos dos hechos exponen a Serra al juicio de la opinión pública, como por enésima vez han dictado los tribunales, y este juicio no puede ser nunca censurado.

Por nuestra parte nos vemos recompensados por el espaldarazo judicial a la labor hecha, aunque no deja de apenarnos que alguien de la misma profesión, que se supone conocedor de los límites de la libertad de expresión y las colisiones con el derecho al honor, haya actuado con tal contumacia desde 2004.

Todavía asombrado por este hecho, la única explicación razonable que puedo darle a esta insólita reviviscencia decimonónica es que estamos ante tics autoritarios de quien piensa que Mallorca, y las voluntades que se ufana de atesorar, es un chiringuito que le pertenece por naturaleza divina.

Por último, sólo me queda pedir al alguacil alguacilado respeto y seny para que no vuelva a emprenderla a insultos contra los magistrados que han revalidado las sentencias de sus colegas insulares ya insultados. Que el demandante debe comprender de una vez que contra lo que ha chocado no son los intérpretes, sino contra la mismísima Constitución.