Si se eleva el punto de vista y se examina la propuesta gubernamental de financiación autonómica con alguna profundidad, se advertirá fácilmente que la fórmula que se pretende implementar es consecuencia de una dilatada decantación ideológica que ha durado los treinta años de la andadura democrática. Tres décadas durante las cuales el socialismo abandonó el marxismo y replanteó sus posiciones igualitaristas en tanto el centro derecha conciliaba también su liberalismo desregulador con una idea cabal del Estado providencia, que era una exigencia social además de la plasmación de un irrenunciable impulso civilizador exigido por las sociedades modernas.

El socialismo democrático, convertido al libre mercado en los años cincuenta por razones claras de eficiencia, tuvo que ceder en sus afanes redistributivos. Pronto renunció a desarrollar actividades económicas -y acometió la privatización del sector público empresarial- y poco después aceptó la evidencia de que el desarrollo potente de la economía era incompatible con un Estado demasiado voluminoso. Los impuestos directos, principal instrumento de aquella redistribución utópica, restaban espacio a la economía productiva. Y la izquierda socialdemócrata europea llegó a la conclusión de que el gran objetivo igualitarista, compatible con el desarrollo económico, había de basarse en la universalidad de unos grandes servicios públicos de calidad, que colmarían el anhelo de la igualdad en el origen. Todos los ciudadanos conseguirían así idénticas oportunidades, que era el objetivo esencial del legado de justicia redistributiva que habían de administrar.

Obviamente, y aunque no siempre de manera explícita, la socialdemocracia y el liberalismo modernos llegaban a así a convergir en el modelo de Estado. A partir de ahí, cobraba pleno vigor el dictamen de Eugen Weber: "Derecha e izquierda se han convertido en una cuestión de opinión, no de hecho; en un problema de gustos, no de definiciones".

El modelo de financiación autonómica que está gestándose plasma de forma fehaciente esta igualdad originaria. Un gran fondo de Garantía de los Servicios Públicos Fundamentales, que representará más de dos tercios de los recursos totales, asegurará igual financiación por ciudadano en educación, sanidad y servicios sociales esenciales. Un Fondo de Suficiencia Global, aportado por el Estado, financiará las restantes competencias transferidas. Y dos Fondos de Convergencia Autonómica (Fondo de Competitividad y Fondo de Cooperación) servirán al mandato de la redistribución interterritorial y auxiliarán a las CCAA cuya financiación per capita esté por debajo de la media.

Al propio tiempo, el modelo consolida la concepción cuasi federal del Estado que la Constitución insinúa al definir el Estado de las Autonomías. Si actualmente el 70% de los recursos de que disponen las autonomías proviene de los impuestos cedidos por el Estado, en el nuevo sistema este porcentaje se elevara al 90%. Esta ampliación, unida a una capacidad normativa mucho mayor, consolida la descentralización real, no sólo del gasto sino también de la recaudación: los contribuyentes podrán relacionar mejor el dinero que aportan con las contraprestaciones que reciben.

El nuevo modelo fija, en fin, el horizonte definitivo del Estado autonómico con criterios y pautas difícilmente objetables desde el punto de vista constitucional.