Descubrí el piano de Alfred Brendel en Capri, tomando un té frente a los faraglioni, mientras llovía y una gaviota sobrevolaba el mar. Después llegó la luz, una luz melancólica más veneciana que mediterránea y escuché a unos ingleses susurrándose unas palabras de amor; muy upper class él, de una elegancia oriental ella. Le dije a mi mujer: "Mira el cielo, podría ser un Tiépolo. Estamos en Venecia". Pero no, era Capri. Y de fondo, Alfred Brendel interpretando con Mackerras el Concierto n.º 9, "Jeunehomme", de Mozart. Pensé que hasta entonces había sido injusto con Brendel y con su manera de entender la música. Pensé en el color del Adriático y en el humor imberbe del compositor de Salzburgo. Luego me dije que en el Mediterráneo todos los colores se encuentran así, como desparramados por el suelo. Y que amar la tragedia es un falso privilegio.

Al final de su vida, el pianista Sviatoslav Richter anotó en su diario que no se gustaba a sí mismo. No creo que Brendel haya hecho nunca una afirmación similar. En Richter -como antes en Yudina-, el piano de Schubert, por ejemplo, es de un dolor lacerante. Detrás se ocultan Stalin y el siglo XX, la nieve rusa y la soledad. Brendel, en cambio, tiene algo de salonnier: un humor entre irónico y sordo que resuena en su Haydn, en su Mozart, incluso en su Schubert. Yo diría que Brendel es Europa de un modo distinto a Richter, quizá porque el mundo de Brendel -y su sensibilidad- es anterior al totalitarismo. Uno piensa en Nabokov o en Isaiah Berlin, antes que en Mandelstam o Kafka. Uno piensa en un hotel de la costa adriática, en Norman Douglas jugando a ser un efebo en Capri, en Stephen Spender bebiendo oporto con Ernst Jünger en Kirchhorst. Uno piensa, claro está, en Claudio Magris y la Mitteleuropa o en Sándor Végh afinando su violín. Quiero decir que Brendel es Europa del modo que la ama Inglaterra, ya me entienden: algo despeinada. Por otra parte, la alegría es polícroma y la tragedia no.

La semana pasada, el pianista austríaco se despidió de España con un último recital en Barcelona. Dentro de unos días celebrará su último concierto en Viena, de nuevo el "Jeunehomme" de Mozart. En cierto modo, no cuenta con un sucesor claro - ningún artista verdadero lo tiene. Como tampoco fue un niño prodigio ni un intérprete perfecto. Sus admiradores hablan de él como un intelectual porque pinta, compone, escribe poesías y ensayos y además se pasea con una gabardina y un eterno aire de despistado socarrón. Pero no lo es o quizás creo saber que no lo es. Se despide uno de los grandes; alguien que no pertenece a otra tradición -son sus palabras- que la que escucha los designios del compositor. No es un mal epitafio para cerrar una carrera. Permanecerán sus grabaciones: las Diabelli de Beethoven, los conciertos para piano de Mozart, las sonatas de Haydn...; y una voluntad de orden, de clarificar el sonido, que no cae en la solemnidad.