El paquete de medidas anunciadas el pasado lunes por el presidente del Gobierno, que supone un alivio a la situación de los parados y de los titulares de las rentas más bajas durante dos años -2009 y 2010-, va indudablemente en la buena dirección. En concreto, el aplazamiento con aval del Estado de la mitad de la deuda mensual hipotecaria derivada de la primera vivienda a quienes se hayan quedado sin empleo evita, además de una insoportable secuencia de desahucios, un nuevo quebranto al mercado inmobiliario y al sistema financiero. Pero es obvio que las medidas sociales remedian los efectos más inquietantes de la crisis pero no contribuyen a paliarla.

Es cierto que el anuncio de Zapatero apenas ha pretendido tranquilizar a quienes van a recibir socorro puesto que el jefe del Ejecutivo se ha comprometido a explicar las medidas y los resultados de la Conferencia de Washington después del día 15 en el Parlamento. Sin embargo, conviene ir haciendo hincapié en que, para encarar debidamente la coyuntura, cuyas causas últimas han de buscarse en los excesos de la desregulación y en el influjo exacerbado del ultraliberalismo, hay que compaginar las medidas sociales con un conjunto de medidas encaminadas a promover la reactivación económica, medidas que habría que acordar y que coordinar en el ámbito de la Unión Europea y, más específicamente, en el de la Eurozona.

En otras palabras, puesto que los Estados desarrollados han tenido que salir en socorro material del sistema financiero -colmándose así la curiosa paradoja de privatizar los beneficios y socializar las pérdidas-, parece exigible que también salgan en auxilio de los sistemas económicos, duramente golpeados por aquella corrupción del capitalismo. En definitiva, los gobiernos progresistas -al menos- tienen la obligación de regresar al viejo/nuevo keynesianismo, conforme a las pautas que están dictando el premio Nobel de este año, Paul Krugman, y el de 1970, Samuelson: junto a la austeridad en los gastos corrientes, han realizarse fuertes inversiones en infraestructuras, han de otorgarse subvenciones directas a los desempleados para estimular el consumo, así como transferencias de capital a los entes regionales y locales para que mantengan la calidad de los servicios públicos y no ocasionen más desempleo; además, si el temporal arrecia, el Estado podría comprar hipotecas para reestructurarlas e incluso viviendas vacías para sacarlas al mercado de alquiler...

Ciertamente, tales esfuerzos no serían posibles sin recurrir al déficit público hasta más allá del romo 3% que permite el pacto de estabilidad, algo que ya han hecho los grandes Estados europeos en ocasiones menos dramáticas. Es obvio que después del fracaso garrafal de la ortodoxia monetarista, nadie tiene autoridad moral para reclamar disciplina. Lo realmente importante es minimizar el sufrimiento de unas sociedades nacionales que han sido simplemente burladas por un establishment económico avaricioso y sin escrúpulos morales que ha jugado con su dinero y que finalmente ha declarado una colosal bancarrota.

No se trata, es obvio, de sustituir el mercado por alguna entelequia utópica sino de supeditar de nuevo la economía a la política, lo material al sentido común y a los principios.