"Los pequeños gestos son importantes", proclama periódicamente una voz femenina desde las emisoras de Radio Nacional en una serie de espacios para la concienciación doméstica a favor de la conservación del medio ambiente.

Y un pequeño gesto, pero con gran repercusión, ha sido el del ministro de Industria Miguel Sebastián al acudir hace unos días sin corbata al Congreso de los Diputados. Según él, a fin de reclamar públicamente que se eleve la temperatura refrigerada del hemiciclo.

Pues bien, no parece una simple pose de marketing político, ni tampoco una cuestión baladí. Porque desde hace ya algunos años vienen oyéndose voces de expertos que alertan sobre el efecto invernadero derivado de las emisiones de CO2 producidas por el consumo de combustibles como el petróleo y el carbón, sobre el calentamiento global, y sobre sus posibles y muy perjudiciales consecuencias para el planeta.

Porque, a lo mejor, al final resulta que es verdad que en pocos años se irán derritiendo los polos, perjudicando gravemente a su fauna, y también a la cercana población indígena que de ella depende; que además, como consecuencia de ello, subirá el nivel del mar inundando amplias zonas -ciudades incluídas- de países costeros como el nuestro e, incluso, estados enteros como -por ejemplo- Bangladesh (otra vez el vapuleado "tercer mundo"), cuyas poblaciones -sin recursos- se verán obligadas a desplazarse sufriendo, como siempre, terribles tragedias humanas; sin contar con la paulatina desertización general aparejada al calentamiento del planeta.

Y aunque también hay científicos que consideran que ese calentamiento en realidad no se está produciendo, o bien, que es fruto de una evolución natural del clima mundial, ante la duda -y por si acaso-, parece más práctico hacer algo. Porque el peligro -en caso de ser real- es espeluznante; al menos, para nuestros descendientes (no culpables de nuestros excesos).

Y, si es posible, empezando por lo más cotidiano. Por ejemplo, como sugería el ministro, mediante un uso racional del aire acondicionado.

Porque ¿Quién no ha tenido alguna vez la sensación, al acudir de visita a alguna casa, de que sus ocupantes estaban a punto de transmutarse en estatuas de hielo?

Y quien frecuente oficinas públicas habrá podido comprobar alguna vez como en las pestañas de algunos de sus empleados brillaba algo parecido a la escarcha (no así en los Juzgados -todo hay que decirlo- donde quienes allí trabajan sufren a menudo, en el estío, temperaturas propias de auténticos hornos).

¿Y qué decir de los grandes almacenes e hipermercados? Tengo un amigo que afirma que, cuando acude allí a comprar, siempre lo hace armado con un bastón, porque tiene miedo de que en cualquier momento aparezca un oso polar desde detrás de un expositor e intente morderle.

¿Exagerado? Un poco. Pero cualquiera puede hacer la prueba de acudir a dichos lugares en verano, pertrechado con un termómetro, y comprobar que, en ocasiones, la temperatura ambiente supera sólo escasamente los 20º centígrados. Eso sí que parece -además de exagerado- algo innecesario.

En cualquier caso, lo cierto es que -independientemente de sus éxitos concretos al frente de la política relativa a la industria nacional (que esperemos sean muchos, por la parte que nos toca a todos los ciudadanos)-, en este asunto el ministro ha estado acertado en su gesto. Ha sabido llamar la atención de forma efectista sobre el problema, y también sobre la posibilidad de que todos colaboremos -cada uno desde sus posibilidades- en prevenirlo.