Los analistas económicos empiezan a preguntarse si la crisis actual se asemeja más a la de los años setenta que a la de los noventa. Supongo que al analizar el presente necesitamos establecer series históricas, tal vez porque así obtenemos la certeza de que ninguna situación es objetivamente tan mala como para que no pueda ser superada. Es obvio que de esta crisis saldremos más pronto o más tarde y que, sin embargo, quizá no sean los economistas quien mejor sepan encararla. Quiero decir que a menudo nos encontramos con la paradoja - como señalaba, el pasado seis de julio, el columnista Wolfgang Münchau en el Finantial Times - de que han sido algunos economistas, en la aplicación de sus teorías, quienes han generado los desequilibrios. Cenando hace unos días con unos amigos, hablábamos precisamente del último ensayo de Paul Krugman donde se acusa al Partido Republicano por las reformas económicas que empezó a llevar a cabo durante el reaganismo y que continuaron los Bush. A mí, por un momento, me hizo pensar en Oriente Próximo donde la perspectiva depende por completo del momento histórico que se adopte como inicio: los judíos hablan del reinado de David, los árabes de Saladino y los palestinos recurren a los filisteos.

Lo cierto es que el auge y la caída de las economías se suceden con una regularidad cíclica, independientemente de las formas de organización políticas y económicas. Se han ensayado todo tipo de explicaciones, tanto internas como externas, pero en general estas teorías sólo aciertan a posteriori. Una de ellas es la que nos habla de los ciclos solares que afectan al clima, éste a su vez a las cosechas, que, a su vez, desencadena el resto. Por supuesto, uno no se cree estas conspiraciones astronómicas.

En cualquier caso, cuanta más rica y poderosa es una organización social más cerca se encuentra de su final. Hay algo simplemente corrosivo en el exceso de prosperidad, que termina por dirigir los activos hacia el lujo y la diversión, en lugar de hacia el ahorro y el trabajo. David Brooks, en su columna habitual del New York Times, escribía hace poco acerca de la insolvencia general de una sociedad que ya no cree en las virtudes del ahorro. Uno diría que el hombre se enfrenta aquí a su psicología más que al juicio contable de los números.

Volviendo a la pregunta inicial, sospecho que la principal diferencia con el anterior shock petrolífero es que en los años setenta los mercados de crédito y el tesoro estadounidense todavía eran relativamente solventes. La estanflación de aquellos años fue resuelta con los remedios fiscales tradicionales y con el redescubrimiento de las políticas monetarias ortodoxas. Pero incluso entonces, los efectos perversos del creciente gasto público, completamente inasumibles en el tiempo, fueron obviados, conformando con ello una estructura de la deuda que me atrevería a definir como arcana. Al final, uno termina acudiendo al tarot para plasmar su ignorancia, de la que emerge una única certeza: como todas, esta tormenta también pasará algún día.