Ingrid Betancourt narra vívidamente su secuestro. "Mis captores me agarran y me atan unas cadenas por todo el cuerpo, que llaman micrófonos. Después, me obligan a repetir mil veces la misma historia. Ni siquiera atienden a lo que digo. Gritan entre ellos, o se dirigen a mí dando voces conminatorias -¡por aquí!, ¡más fuerte!-, para aumentar mi estrés. No puedo avanzar un paso sin topar con uno de ellos, que reinicia el interrogatorio. Me doy cuenta de que soy su rehén, y de que sólo me canjearán por una historia más apetitosa. Por desgracia, estamos en julio, faltan noticias y mi cautiverio se alarga".

Para Betancourt, "lo peor del secuestro es la rutina. Ahora mismo, me han puesto las cadenas 237 veces -que serán 289 cuando alguien lea esto-. La insistencia en las preguntas, una vez que estoy encadenada, tiene por objeto mi desmoronamiento psicológico. Para que pierda definitivamente el contacto con la realidad, me lanzan destellos o me someten a focos intensos. Uno de mis secuestradores más voraces -a quien apodan Sarkozy- aprovecha la mínima oportunidad para toquetearme. Con la excusa de registrarme, me palpa por todo el cuerpo, mientras profiere expresiones zalameras y guiña el ojo a sus compinches. Siempre va acompañado de una muñeca hinchable, llamada Karla o algo así".

Betancourt reanuda la enumeración de sus tribulaciones en la esclavitud. "Has de estar siempre a disposición de tus captores. En ninguna hora del día conozco el descanso. Por las noches te despiertan de improviso, con una voz que parece proceder del otro extremo del planeta, y reanudan su interrogatorio para pillarte desprevenida. También hay secuestradores apostados a pocos metros de donde duermo, para disuadirme de una fuga. Y siguen gritando. Intento sonreírles, para aliviar los malos tratos, pero llega un momento en que confesarías cualquier acusación que te formularan, a cambio de unos minutos de libertad". En este momento afloran a su rostro las lágrimas, que están a punto de ahogar la conclusión. "Añoro la selva".