Resulta curioso comprobar cómo la mayoría de personas que a lo largo de la Historia han elaborado un pensamiento propio, incluso aquellos que llegaron a influir sobre la evolución posterior de las ideas y, por tanto, del mundo, se despreocuparon bastante por su vestimenta. Filósofos, científicos y grandes estadistas estaban tan ocupados interpretando el mundo y tratando de influir sobre él, que no solían tener tiempo para preocuparse por su vestimenta. Cuando en ellos se daba la originalidad de unos rasgos externos identificables -los puros y la obesidad de Churchill, los zapatos sin calcetines de Einstein, el desaliño indumentario de Rousseau o de Wittgenstein- estos rasgos eran totalmente accidentales: más que muestras de una pretendida excentricidad, tales rasgos mostraban la absoluta despreocupación de tales personajes por su aspecto externo. Preocuparse más por su vestimenta o su cuerpo les hubiera restado una parte del tiempo que dedicaban a aquello que realmente les interesaba: ganar la 2ª Guerra Mundial, reinterpretar la física tradicional, pensar las causas de las injusticias del mundo o sentar las bases de una interpretación lingüística del mismo. Si han pasado a la Historia no es por su aspecto físico, sino a pesar de él. Su originalidad como seres humanos irrepetibles radicaba en una mente y en una capacidad de rentabilizarla que escapa a las posibilidades de la mayoría de seres humanos. Su originalidad no dependía de su forma de vestir, de su corte de pelo o del tipo de música que escuchaban.

Como la mayoría de humanos estamos lejos de esas mentes privilegiadas, le damos más importancia que ellos al aspecto físico. En ese tema la mayoría de personas se mueve entre dos necesidades aparentemente antagónicas pero que de alguna forma se conjugan en la naturaleza humana: la necesidad de parecer originales, diferentes al estándard establecido como aspecto físico normal, y la necesidad gregaria de formar parte de un grupo, de identificarse con otros que busquen la originalidad por caminos similares a los nuestros, lo que nos salve de la temida soledad. Porque los seres verdaderamente originales, con un pensamiento propio, suelen estar muy solos: su propia genialidad les aísla de sus semejantes, que no les entienden. Los demás queremos parecer originales pero no serlo de verdad, pues el arduo y solitario camino de la singularidad nos asusta. Así que vestimos según la moda convencional para que no se nos confunda con alguna tribu urbana, como millones de otros seres humanos convencionales, o creemos romper con esa convencionalidad vistiendo de una manera alternativa, igual que otros millones de seres humanos que también se agrupan en torno a una forma poco usual de vestir. Elegimos, en definitiva, una forma de vestir que nos identifica con un grupo humano más amplio, pues responde a una moda que creemos haber elegido nosotros mismos pero que, en realidad, ha elegido la industria textil por nosotros. Creyendo buscar la originalidad a través de la vestimenta o de la música que escuchamos, acabamos clasificados por la industria en un grupo concreto, más tradicional o más alternativo, de potenciales consumidores compulsivos hacia los que se enfocan las más diversas campañas de marketing.