Hay ya suficiente perspectiva para afirmar que la "Teoría de la conspiración", urdida ilegítimamente sobre una patraña para deslegitimar la victoria socialista del 14-M del 2004. ha sido uno de los montajes más detestables del devenir político español desde la Transición. Un complejo mediático movilizado por un interés febril de desatentar la vida pública (con el consiguiente afán lucrativo) decidió conscientemente explotar hasta sus últimas consecuencias aquel desesperado intento del último gobierno Aznar de convencer a la opinión pública de que los atentados del 11-M habían sido obra de ETA. Hasta el mismo día 13, jornada de reflexión, Aznar y Zaplana realizaron gestiones personales ante los diferentes medios para que aquel dislate prevaleciera como verdad oficial. Y al PP que hubo de gestionar la derrota, ya sin Aznar, le faltó arrojo para desmarcarse de semejante fabulación. El ministro del Interior, Acebes, claramente molesto por aquel empeño absurdo, consiguió en un tiempo mínimo detener a los primeros islamistas involucrados en la masacre. Y pocos días después se suicidaban en Leganés los siete principales autores materiales del terrible crimen, todos de procedencia islámica, poco después de que intentaran cometer otro atentado, esta vez contra el AVE. Las reivindicaciones internacionales de Al Qaeda corroboraron aquella autoría, que fue aclarándose a medida de que la policía realizó sucesivos descubrimientos (como la casa de Morata de Tajuña donde se prepararon las bombas).

Pero quienes mantenían la autoría de ETA, en una atroz versión que sugería que la organización terrorista vasca había establecido vínculos con elementos policiales vinculados al PSOE, decididos unos y otros a impedir por cualquier medio que siguiera gobernando el PP, no se arredraron ante la evidencia. Construyeron pruebas falsas -como la célebre mochila- y sembraron de minas la investigación. Contaron para ello con el apoyo insustituible de unas asociaciones de víctimas -no todas, evidentemente- que se prestaron a la insidiosa manipulación, con lo que la teoría cobraba una dramática verosimilitud para los menos informados.

De poco valió que a finales de octubre del 2007 la Audiencia Nacional dictara una inequívoca sentencia que declaraba probada la autoría islamista y condenaba a la mayor parte de los encausados supervivientes. La principal fuerza de la oposición no tuvo más remedio que desmarcarse de las tesis estrambóticas que aún defendían la solapada connivencia de socialistas y etarras en aquella tragedia, pero la teoría de la conspiración siguió más o menos enfáticamente en boca de quienes la habían enunciado. Ahora, de nuevo, los Tribunales han desmontado la penúltima patraña: un perito, que certificó el descubrimiento de ácido bórico -un producto inerte, que ni es explosivo ni se utiliza en la fabricación o conservación de explosivos- en casa de uno de los islamistas anotó en un informe que el mismo material apareció en el domicilio de unos etarras en 2001. Sus superiores borraron esta alusión absurda y extemporánea y fueron acusados de falsedad en documento oficial. La Audiencia de Madrid han considerado que la eliminación de esta referencia por parte de los mandos policiales fue "irrelevante, inane e inocua".

Pero que nadie piense que aquí concluye la defensa corrosiva de la "Teoría de la conspiración": sus promotores recurrirán la sentencia y los soportes mediáticos que la acogieron se mantienen obstinadamente en sus trece. No podrán ya convencer de lo imposible a la opinión pública pero sin duda seguirán contando todavía con el apoyo de bastantes a los que alienaron con aquella locura. Cada vez menos, por supuesto.