El tratamiento parlamentario de las crisis económicas tiene un guión invariable que también se siguió el pasado miércoles, en el Congreso de los Diputados, durante la comparecencia del presidente del Gobierno: el responsable del Ejecutivo, aun reconociendo la gravedad de la coyuntura, no puede aceptar la negrura de la situación, debe ofrecer terapias que en la mayor parte de los casos son poco eficaces porque el problema es en lo fundamental externo, tiene que intentar generar confianza y esperanza... y ha de someterse a la crítica despiadada de toda la oposición, que cumple así con su obligación estimulante pero además aprovecha la circunstancia para desgastar a la mayoría e incrementar su popularidad y sus oportunidades futuras.

Todo discurrió, efectivamente, según este esquema. Zapatero expuso con suficiente claridad la situación, que es preocupante; mostró las causas de la crisis, que en gran medida son exógenas; refirió las medidas adoptadas y en proyecto sin aportar novedades, y abogó por un cambio en el modelo de crecimiento, que ha de deslizarse desde el que acaba de periclitar, basado en la construcción y en la demanda interna, hasta otro mucho más moderno que se sustente sobre los pilares de la productividad y la demanda exterior. PP y CiU convinieron en esta necesidad de evolución de nuestro sistema socioeconómico, pero acusaron al Ejecutivo de minimizar el alcance de la crisis y de no haber tomado todas las medidas adecuadas.

Es probable que acierten los críticos que aseguran que falta impulso para luchar contra inflación en lo que a nosotros nos concierne, para liberalizar los sectores todavía intervenidos, para estimular la competencia y para flexibilizar el mercado de trabajo. Pero en realidad todos somos conscientes de que el principal problema genuinamente hispano es el estallido de la burbuja inmobiliaria, que acunaron de la mano y sucesivamente PP y PSOE sin dar muestras de la menor inquietud por el peligro que entrañaba aquel insoportable recalentamiento.

Zapatero, hábilmente, desvió el debate técnico hacia parajes políticos: no hay una sola fórmula frente a la crisis sino dos: la socialdemócrata y la conservadora. Aquélla propone enfrentar el problema minimizando los daños que afecten a los sectores menos favorecidos; la derecha, según esta tesis, sería insensible a tales necesidades y por ello prefiere la reducción drástica del gasto público, aunque padezcan los principales servicios. En cualquier caso, el discurso más ecuánime fue el de Duran Lleida, quien hizo un buen diagnóstico, postuló unas recetas adecuadas que van al fondo del problema -el cambio de modelo, correctamente planteado- y brindó al Gobierno el apoyo que evidentemente necesita, toda vez que una vez más quedó al descubierto la soledad del PSOE y del Gobierno en esta legislatura, en la que el PP, con su rostro actual más amable y dialogante, ha adquirido una súbita capacidad de pactar con las restantes minorías. Duran dejó abierta la puerta a un pacto de legislatura con el PSOE, si bien la iniciativa de tal acuerdo debería corresponder al Gobierno (nada dijo del precio, que sería sin duda elevado en las actuales circunstancias). Parece que se suscita al fin una entente que el PSOE acaricia con interés pero que tropieza con problemas casi insolubles en la política catalana, donde el PSC-PSOE es gobierno y CiU oposición.

En definitiva, el Gobierno, sin salir de la ortodoxia, está en la dirección correcta, aunque tengan razón quienes le reclaman más intensidad en la batalla, medidas más audaces... y una mejor política de comunicación.