Si veis un pájaro distinto, / tiradlo, / si veis un monte distinto / caedlo / si veis un camino distinto / cortadlo?

Así decía Juan Ramón Jiménez en defensa de la diferencia y nadie en estos tiempos, sea por convicción o hipócrita corrección, osa oponerse a la inmigración de forma generalizada. Se matiza, se empieza por defenderla y luego vienen los peros que es, precisamente, lo que voy a hacer aquí una vez superado el miedo a las etiquetas.

En concreto, 4.000 ahogados en el Estrecho entre 1996 y 2002 y ni se sabe cuántos desde la patera al mar en la ruta hacia Canarias, asfixiados en un camión hace pocas semanas, muertos de hambre mientras vienen o tras el regreso, así que la motivación debe ser imperiosa para arriesgarse tanto. Tanto o más que aquellos que cruzaban los Pirineos tras nuestra Guerra Civil y dejaron la vida en el intento o después, en los campos de concentración y el exilio. De forma más general, recordar que uno de cada trescientos habitantes de la tierra se ha exiliado -nunca por gusto- y, ya desde la abstracción, apuntar que algunas actitudes frente a la inmigración no son ajenas a lo que alguien dio en llamar la decadencia de Occidente. El otro día, la hija adolescente de un sudamericano cooperante de una ONG mallorquina, invitada aquí para quince días por una amiga del padre y mía, fue detenida durante dos días en Barajas sin que valiesen carta de acogida ni billete de regreso como pruebas de su intención y, casi en ayunas y sometida a un trato humillante según ha escrito, fue repatriada.

Las medidas para controlar los flujos migratorios son tan antiguas como amplio el abanico de negocios que los tiñen de iniquidad, sea para trasladar subsaharianos ahora o europeos antes. Se trate de sicilianos desembarcados de nuevo en su isla tras once días de engañosa navegación hacia ultramar, como se cuenta en "El mar del color del vino", o africanos expoliados de sus ahorros, todo responde a las reglas de la demanda y, por no sacralizar a nadie, los propios expatriados pueden participar del cambalache. Escribe García Márquez que la entrada en USA se subordinaba a un examen de las heces que debían estar libres de amebas, y quien no estaba infectado por los parásitos tenía a mano un suculento negocio vendiendo a los otros su propia mierda.

Finalmente, ahí tenemos a los otros en trance de entrar a tierras de promisión cuyos habitantes los perciben como una potencial amenaza, sin que haya Gobierno de país desarrollado capaz de pronunciarse, en un sentido u otro, respecto a la pregunta del millón so pena de hipotecar su futuro electoral. A la pregunta de si, puestos a elegir, es mejor que sigan muriendo de hambre o por el contrario optarán por rebajar el estado de bienestar. Porque ésa es la formulación aunque la vistamos de lagarterana, desde la Unión Europea a cada uno de nosotros. Si viene quien quiera, los servicios públicos, universales y gratuitos, peligrarán a un plazo corto o algo mayor si aumentan los impuestos. Las decenas de lenguas distintas precisarán de adecuar la Educación y, desde luego, será preciso inyectar recursos para aumentar la capacidad de los servicios sanitarios o siquiera mantener las listas de espera en su estado actual. Dinero, señores míos. De sus bolsillos y, planteado así, las opiniones mudan su color.

Una decisión que nos compete a todos y rehuimos. Poner límites a la reunificación familiar es un parche coyuntural que puedo aceptar porque, en otro caso, un país entero podría reubicarse geográficamente con base en lazos de parentesco; tolerar la otredad no equivale a renunciar a nuestros usos y privilegios (a nuestra esencia, que suena mejor), y discriminar por contratos de trabajo garantizará la integración y el progreso que los atrajo, porque en tiempos de crisis -y lo veremos a no tardar- va a ser precisamente el colectivo de inmigrantes el más castigado. ¿Qué haremos entonces? ¿Cómo se sostendrán, desde los alegales a los desempleados? ¿Podremos mantener la calidad de los servicios para tantos, cuando sean menos quienes los financian?

Sin embargo, también son éstas meras cuestiones retóricas frente a la incapacidad para enfrentar unos hechos de los que somos únicos actores. Hemos globalizado el mundo, queríamos que fuese únicamente el del capital, el de los beneficios, y el mercado laboral subordinado a estos, pero el empeño se ha revelado imposible porque hay una vida mejor, se la hemos mostrado, la quieren y están en su derecho, de modo que la crisis de un modelo que sólo nos beneficiaba a nosotros -y no a todos- no ha hecho sino comenzar. Convendrá que nos vayamos haciendo a la idea más allá de persecuciones, conciertos con terceros países y acusaciones mutuas. ¿Soluciones? ¡Ojalá se me ocurriese alguna que no pasara por apretarse el cinturón! Y el problema va a ser grave cuando no queden más agujeros donde sujetar la hebilla.