Nunca he estado en Cabrera, y a mi edad, ya es difícil que vaya. Mejor así. Cuando era niño, en la Colònia de Sant Jordi, mi tío me hablaba de la Cova Blava, y yo miraba el contorno de la isla e intentaba imaginar el interior de la cueva ("el agua más transparente que has visto nunca", me había dicho mi tío). Cada vez que volvíamos a la Colònia, yo le pedía a mi tío que me llevara a Cabrera, y mi tío decía que sí, que algún día cogeríamos un "llaüt" y llegaríamos en un par de horas a la cueva. Pero por alguna razón, mi tío postergaba el viaje o cambiaba el rumbo del "llaüt" hacia otro lugar de la costa, así que fue pasando el tiempo y tuve que conformarme con contemplar Cabrera desde lejos. Y muchos años después mi tío murió (y se veía Cabrera desde uno de los lugares donde pasó sus últimas días, y él también tuvo que estar mirando Cabrera pensando que allí la muerte no lo podría alcanzar), y yo seguía pensando en aquel viaje que nunca hice y en la cueva que tenía el agua más transparente que nunca había visto. Y la isla crecía y crecía, y cada vez ocupaba más sitio, aunque siempre estuviera lejos de mí y no fuera más que un contorno borroso entre la calima.

Gracias a todo eso, ahora tengo una Cova Blava que sólo es mía y que nadie podrá destrozar. Allí no hay ni yates ni submarinistas ni ecologistas ni mirones. Ese lugar sólo me pertenece a mí y nadie podrá destruirlo. La cueva cambia, unas veces tiene el fondo arenoso, otros lo tiene lleno de rocas, y a veces aparecen algas flotantes, y un día el mar se encrespa y luego se calma poco a poco, y entonces llega a la cueva una música lejana (y es mi tío cantando una canción que aprendió en Río de Janeiro, en los primeros tiempos de la bossa nova), y me conformo con esa isla que sólo he visto de lejos y con esa cueva que nunca veré, porque nada podrá compararse nunca con ellas.

Algo de eso sabía mi tío, que había vivido en Río de Janeiro en los primeros sesenta, cuando cualquier extranjero con un poco de dinero podía ser feliz allí. Pero mi tío, a pesar de ser extranjero y tener algo de dinero y un trabajo agradable (en realidad no hacía nada), nunca fue feliz en Río de Janeiro. Y por eso sabía que era mejor que no me llevase a Cabrera. Si me llevaba, la isla se convertiría para mí en una isla igual que tantas otras, o quizá peor. Al no llevarme nunca, mi tío me la regaló sólo a mí. Nunca sabré cómo agradecérselo.

Lo curioso es que el método de mi tío es el que parece impulsar ese curioso Centro de Interpretación de Cabrera que acaban de inaugurar. ¿Interpretación? Sí, ahí surge un vocablo que no sabemos muy bien qué pinta en la frase, pero vivimos en un mundo en el que la sintaxis ya no sirve para darle un sentido al lenguaje (y por tanto al mundo), sino para suprimir el sentido del lenguaje (y por tanto del mundo), tal vez con la esperanza de habituarnos a vivir en un mundo en el que nada tenga sentido ni pueda tenerlo nunca. Y mi perplejidad aumenta cuando leo las declaraciones en la Colònia de la ministra de Medio Ambiente y Medio Rural y Marino (es decir, abreviando, la Ministra de los Tres Medios, que parece un cargo cortesano de la dinastía Ming): "El Centro ha sido diseñado para descubrir Cabrera desde la distancia confiando además que despierte la conciencia conservacionista de la población al tiempo que libere de la presión humana al parque". ¡Ufff, por fin he conseguido terminar la frase! ¡Y qué frase, Dios mío! Merecería una tesis universitaria, si no fuera porque en las Universidades no sólo se habla igual, sino mucho peor. Al oír esta frase, uno se pregunta en qué lengua se expresa la ministra de los Tres Medios. ¿Es eso castellano? ¿O es chino mandarín? ¿O es la neolengua de "1984"? Tal vez sea una mezcla de las tres, igual que ese ministerio que es a la vez del Medio Ambiente y del Medio Rural y Marino (y esperemos que pronto lo sea también del Medio Celeste).

Que sepamos, en Cabrera llegaron a vivir tres mil "grognards" napoleónicos deportados tras la derrota de Bailén. Ahora que se celebra el bicentenario de la batalla de Bailén, sería bueno que alguien se acordara de ellos. Algunos de aquellos desgraciados llegaron a practicar el canibalismo, pero dejaron la isla tan limpia como la habían encontrado. Nosotros, por supuesto, no hacemos lo mismo. Nuestras manos ensucian todo lo que tocan. Eso era, supongo, lo que intentó explicarme mi tío cuando nunca me llevó a conocer Cabrera, "el agua más transparente que has visto nunca".