Era un adiós anunciado pero aun así ha estado lleno de silencios cobardes y mezquindad. María San Gil se ha ido de la política por los mismos motivos por los que llegó a ella: por coherencia personal, por no querer hacer de la cosa pública un paripé de cara a la galería. Dice adiós con una carta a los afiliados del PP donde, en apenas unas líneas, hace todo un tratado ético y saca los colores, sin necesidad de nombrarlos, a muchos compañeros que se han dedicado estos días a descalificarla. La táctica es tan antigua como la política partidista y se práctica por igual en todas las formaciones, sean de izquierda o de derechas. Se trata de fijar un objetivo que normalmente se aleja de la ortodoxia de unas siglas y hacerle vulnerable en lo que más duele: en lo personal. "Es intolerable que María haya pasado de ser Juana de Arco a Juana la loca", denunció Carlos Iturgaiz cuando detectó la miserable campaña de descalificación personal a la que la estaban sometiendo teledirigida desde al calle Génova.

Si de muestra vale un botón, en plena batalla precongresual de Valencia un altísimo dirigente del PP, con el que compartíamos mesa y mantel un grupo de periodistas, nos soltó de pasada la siguiente afirmación: "Es normal que después del tratamiento de su cáncer, esté deprimida y quiera dejar la primera línea de la política. Lo que le ocurre a María más que una cuestión de principios es que está pasando una mala racha personal". Era la descalificación perfecta para quitarse del medio a una persona que se ha convertido en la conciencia crítica del PP, una figura que resultaba especialmente molesta porque llamaba al pan pan y al vino vino y decía alto y claro que había perdido la confianza en el líder de su partido, porque éste había caído en la trampa de sus adversarios.

María tira la toalla no porque no tenga ganas de luchar, sino porque se ha sentido abandonada por los suyos. La traición y la deslealtad de los ajenos es dolorosa pero cuando viene de los tuyos literalmente te rompe el corazón y eso es lo que le ha ocurrido a ella. El mismo Rajoy que hace apenas cuatro meses la ofrecía ir de numero dos en su lista para las elecciones generales ni siquiera la mencionó en el Congreso de hace un par de semanas tal vez por temor a que su fantasma despertara las conciencias adormecidas de muchos de los presentes. El mismo Rajoy que proclamaba que la dirección de su partido siempre tendría un lugar reservado para ella sentaba en su lugar a María del Mar Blanco en un intento de tapar, por elevación, la baja de Ortega Lara y el plante de San Gil. Los mismos compañeros que la habían convertido en una referencia ética, moral y política, ahora desdibujan su perfil presentándola como una víctima de su propia soberbia, una especie de paranoica o una marioneta que deja que otros sean la mano que mece su cuna.

María se va con el sabor amargo no de la derrota sino de la deslealtad y con el dolor que produce la puñalada trapera de la traición. Se va pero lo hace con la cabeza alta y con la dignidad intacta. Claro que, en los tiempos políticos que corren, en los que lo importante es sobrevivir a costa de lo que sea que alguien pague un precio tan alto por mantener los principios en los que cree, casi parece una obscenidad. Adiós a una mujer valiente y libre, un espejo en lo que muchos son incapaz de mirarse porque lo que ven es demasiado honrado.