Primero fue Francia, la republicana Francia, la patria de la ciudadanía ilustrada, quien prohibió el hiyab en las aulas. Lo hizo en defensa de la libertad de las niñas musulmanas; de la igualdad de quienes, por mor de su religión, se ven relegadas a un papel sumiso; de la solidaridad hacia las víctimas de una ideología opresora. Yo asistí a una sesión anual del Comité Ético presidido por quien es a su vez presidente de la propia República, y allí se dieron toda clase de razones, bien convincentes, en contra del velo musulmán.

Una década después, el número de las mujeres que lucen el hiyab de manera voluntaria, haciendo de él un símbolo, crece. ¿En qué nos hemos equivocado? Reflexionar acerca de ese grito postmoderno que tanto recuerda al "vivan las caenas" de la España que se alzó en armas contra Napoleón Bonaparte es importante. Nos estamos jugando el sentido mismo de los valores recibidos de aquella época en la que se gestó el concepto de los derechos humanos.

La defensa y asunción por parte de tantas mujeres de un velo que las convierte en sumisas no debería sorprendernos si tenemos en cuenta que contra lo que se manifiestan es, a su vez, contra una opresión. Es probable que lucir el hiyab sea la forma de decirnos que no están dispuestas a que les digamos lo que deben hacer. Y eso ya lo sabíamos desde que el despotismo ilustrado se convirtió en una fórmula política destinada al fracaso. Forma parte de la naturaleza humana, al menos en términos estadísticos, el querer una buena vida, el disfrutar de lo mejor que ésta pueda ofrecernos. Pero aún más calada en las raíces del ser del Homo sapiens se encuentra la reivindicación del derecho a equivocarnos nosotros solos. Cualquier pareja de padres que hayan dedicado algo de tiempo a intentar entender a sus hijos sabe de sobras que nadie aprende en carne ajena. Cada generación tiene derecho a cometer sus propios errores, y exige el así hacerlo. Con el velo musulmán sucede algo parecido: quizá sea un absurdo que reduce a la mujer al sometimiento de un disfraz obligado pero son las musulmanas quienes quieren decidir al respecto.

El problema consiste en cómo hacer compatible ese derecho a elegir con los valores ilustrados. Los siglos transcurridos en cualquier país occidental con monjas cristianas, sujetas también a un velo, deberían habernos enseñado a manejar esas cuestiones pero se ve que no.

Así que cuando la ministra de Igualdad se pone en su papel y exige la prohibición del velo son las musulmanas -y no las monjas- las que se sienten agredidas. Tienen razón todas: la ministra, las monjas y las portadoras del hiyab, así que hay que lidiar con un conflicto de los complicados. Quizá la solución nos la brindaran los propios filósofos de la Ilustración: lo importante en este asunto y en tantos otros es la educación. Que las mujeres vayan, con hiyab o sin él, a la escuela y ellas mismas decidirán lo que deben hacer con su velo pronto o tarde.