La conquista de la Eurocopa por la selección española de fútbol, el más popular y consistente de nuestros deportes, constituye ante todo, como es evidente, el triunfo de un trabajo bien hecho. Pero es obvio que los ecos de esta victoria en una especialidad deportiva que mueve masas, intereses y sentimientos a mansalva, van mucho más allá del puro éxito objetivo y se prestan a obtener algunas conclusiones relevantes.

El resonante triunfo futbolístico, que se suma a una carrera imparable de victorias en otras muchas disciplinas deportivas puede considerarse en primer lugar una metáfora del país. De un país mentalmente joven, desinhibido, esforzado y ambicioso que en apenas dos generaciones ha pasado del ostracismo y la oscuridad a un pletórico bienestar que es fruto de una espectacular modernización que nos ha integrado plenamente en Europa -con un nivel de vida que está entre el francés y el italiano, nada menos- y ha hecho de nosotros el paradigma de la audacia reformista, de la agresividad económica, del progresismo social.

En otro orden de ideas más subjetivo, la victoria española ha despertado un sentimiento de pertenencia que parecía dormido, arrasado quizá por la vehemencia de un sospechoso nacionalismo españolista que nos retrotraía a viejas y enterradas querellas. La adhesión a la selección deportiva formada por muchachos de prácticamente todas las comunidades autónomas (aunque evidentemente sin cupos: todos fueron elegidos por sus aptitudes exclusivamente) ha consolidado un engrudo espontáneo que ningún político hubiera podido soñar en su laboratorio. La realidad española, con independencia de los artificios estructurales de índole política, ha vibrado con este equipo que se ha demostrado capaz de representar orgullosa y eficazmente el anhelo deportivo de un país que ha hecho del fútbol su evasión y su referente territorial.

Si se araña bajo la superficie de las muchedumbres que se dieron cita tanto en los estadios como en los lugares habituales de celebración de las ciudades españolas -incluida la barcelonesa Plaza de Canaletas-, se advertirá que las banderas tremolaban con un simple afán identificativo, con el mensaje de la adhesión ritual al alborozo, sin la menor intención excluyente o agresiva. No había en las calles provocación frente al otro sino reconocimiento propio en la celebración colectiva. Los símbolos, en fin, no han servido esta vez para erigir murallas de aislamiento sino para vincular, para expresar la participación en el alarde gozoso, en la marea común de expresividad festiva.

Si se quisiera trascendentalizar el análisis -a veces conviene contemplar la escena desde arriba-, podría decirse que el ser profundo de España se ha manifestado espontáneamente. Lo que demostraría que bajo la superestructura política que describe una realidad incuestionable, existe un sustrato latente que da trabazón y sentido al conjunto. No es cosa de discutir qué lazos son más estrechos y significativos, pero parece evidente que, bajo las estridencias estúpidas del nacionalismo radical que se ha alineado con Rusia o con Turquía, existe el inefable sentimiento de familiaridad que traba a la ciudadanía a unos rasgos identitarios comunes, que han sedimentado a través de los siglos y que hacen de España una gran nación, o un gran país, o un gran Estado -las palabras no son lo importante a estos efectos- que nada tiene de artificial ni de artificioso, que está esculpido en el subconsciente colectivo y que aflora cuando se le estimula, como en esta ocasión.