Quizá hayamos nacido para recordar, para ser testigos de la belleza del mundo y de la injusticia de los hombres. Abro el llamado "Álbum de Auschwitz" (ed. Metáfora, 2007), con las estremecedoras fotografías que Lili Jacob logró salvar del campo de exterminio polaco, y leo: "Hemos decidido conscientemente recordar. Es una decisión basada en el compromiso adquirido de conservar la historia y la creatividad del pueblo judío, que fue escogido para ser aniquilado, junto a su cultura y sus valores. Todo aquel que decide recordar este capítulo de la historia y dotarlo de significado, elige luchar por la conservación de los pilares éticos, que hacen posible la existencia de una sociedad ordenada. Es comprometerse a defender los derechos humanos, sobre todo, la libertad y el carácter sagrado de la vida y la posibilidad de vivir juntos en armonía". El recuerdo, la memoria, se refleja también en estas fotografías, eco sordo del mundo de los asesinos, de la sangrienta "señal de Caín" que el nazismo impuso sobre la humanidad. No podemos escuchar las voces de las víctimas -Menachem Rubin, Nathan Zager, Elisha Rot...-, pero las podemos intuir en sus rostros. Un rabino levanta un Kaddish ritual a un Dios desaparecido, una madre consuela a sus hijos hablándoles de la tierra prometida de Israel, un anciano sueña con los amigos de su niñez. Etti Hillesum describe en una carta los pasos silenciosos sobre la nieve de unas monjas carmelitas -hoy sabemos que entre ellas estaba la filósofa Edith Stein- rezando el rosario en una de aquellas fábricas de la muerte. Lévinas escribió acerca de Bobby, un perrito callejero que cada mañana saludaba a los prisioneros salvando, con su alegría animal, el cordón ético de la humanidad. El pintor esloveno Zoran Music pintaba sus bocetos a escondidas con la secreta seguridad de que ellos no serían los últimos. Hemos decidido recordar, diríamos, para seguir creyendo en el hombre.

Las implicaciones de Auschwitz transcienden su momento histórico para alcanzar el presente. La pregunta no es sobre el futuro -un futuro imaginado a espaldas del ayer-, sino el juicio de los caídos sobre nosotros. Cuando hablamos de Euzkadi, por ejemplo, es legítimo preguntarse si es posible lograr una paz sólo para los vivos, olvidando a los muertos. ¿Puede la política, la voluntad de un pueblo incluso, erigirse en Ley en contra de los derechos de los que han sufrido injusticia? ¿No sucede lo mismo con la Memoria histórica? ¿Qué clase de paz surge del olvido del inocente?

Auschwitz nos sitúa, con su radicalidad, ante estas preguntas; quizá porque la gran tentación de nuestra época sean las utopías de la ideología, ceñidas por el monstruoso rostro de la perfección. Sin el peso de la memoria, que recoge el quejido sordo de las víctimas, la paz se asienta sobre un campo de cenizas, de brasas humeantes, de hedor a muerte. Y su sombra es la cara oculta de nuestros valores.