Diario de Mallorca

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Inventario de perplejidades

Aquellas atletas bigotudas

En España empezamos a ver las Olimpiadas en televisión allá por el año 1964. Antes las seguíamos por la prensa y por los resúmenes cinematográficos de una manera muy limitada. En la España franquista, la imaginación permitía acceder a todo lo que estaba prohibido o fuera de nuestro alcance. De entre aquellas brumas emerge en mi memoria la imagen de Emil Zatopek, el atleta checo que fue conocido como la locomotora humana. Yo lo vi correr en un noticiario del No-Do, previo a una sesión de cine. Tenía un tranco esforzado, poco vistoso, y un aire de enorme fatiga porque el entonces coronel del Ejército checoslovaco sostenía la tesis de que para triunfar en el atletismo había que superar la barrera del sufrimiento. Una receta que puede servir perfectamente para cualquier otra actividad. Y de esa forma, desgarbada pero potentísima, ganó en la Olimpiada de Londres de 1948 la medalla de oro en 10.000 metros lisos y la de plata en 5.000. Una hazaña que habría de superar ampliamente en la Olimpiada de Helsinki de 1952 al ganar el oro en los 10.000, 5.000 y en la carrera de maratón. Una marca que nunca fue superada y que es muy dudoso que cualquier otro atleta pueda siquiera igualar en esas tres distancias.

Como iba diciendo, en aquella España poco aficionada a cualquier otro deporte que no fuera el fútbol, el dominó, el tute y el cotilleo, organizar una escuadra con posibilidades de triunfar en unos Juegos Olímpicos era una aventura imposible. Con alguna esperanza de éxito teníamos apenas al jinete madrileño Paco Goyoaga y al malogrado gimnasta catalán Joaquín Blume. Goyoaga, que había ganado un título mundial, participó en tres olimpiadas pero no triunfó en ninguna pese a que dispuso de tres caballos extraordinarios. Y Blume pereció en un desgraciado accidente de aviación cuando era una figura destacadísima en su especialidad. En aquel tiempo, no éramos buenos en las pistas de atletismo ni en los gimnasios, pero en cambio fuimos buenísimos en los despachos y en el chalaneo. Y tuvo que ser un catalán de hondas raíces españolistas, Juan Antonio Samaranch, que había sido Delegado Nacional de Deportes con el régimen franquista y embajador en Moscú durante la Transición, el que escalase hasta la presidencia del Comité Olímpico Internacional para darle un giro comercial al olimpismo. El camaleónico político barcelonés entendió enseguida que el movimiento iniciado por el altruista Pierre Coubertin ("lo importante es participar") no podía ver limitadas sus fabulosas perspectivas de negocio con la ridícula limitación del amateurismo y dio entrada al patrocinio de las multinacionales y a la participación de hiperprofesionales hiperpagados como futbolistas, tenistas, baloncestistas y golfistas, así como a todo tipo de juego, o especialidad deportiva, que uno se pueda imaginar. (Y no desistamos de que el parchís no lo pueda ser en el futuro). No obstante, el que esto firma añora aquellas olimpiadas de la guerra fría y a aquellas atletas bigotudas de la Alemania Oriental que lanzaban el peso, el disco o la jabalina a varios kilómetros de distancia. Al parecer, algunas evolucionaron luego hacia el lado masculino. Eran fantásticas. Y hasta guapas.

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